“TIEMPO ORDINARIO
Miércoles 32º
LECTURA:
“Lucas 17, 11-19”
En aquel tiempo, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea.
Cuando iba a entrar en un pueblo, vinieron a su encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.
Al verlos, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes. Y mientras iban de camino, quedaron limpios.
Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano.
Jesús tomó la palabra y dijo: ¿No han quedado limpios los diez? ; los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios? Y le dijo: Levántate, vete: tu fe te ha salvado.
MEDITACIÓN:
“Ten compasión”
Cuántas veces aparece esta petición a lo largo del evangelio. Cuánta necesidad tenemos los hombres de esa actitud en la que se ponga de manifiesto nuestra cercanía y nuestra sintonía con el otro, especialmente con el otro sufriente. Y de modo especial cuánta cercanía necesitamos de Dios cuando palpamos el abandono o la indiferencia de los demás, cuando llegamos a experimentar que poco o nada podemos esperar de los otros porque, al margen de momentos puntuales, vivimos con indiferencia el dolor o el sufrimiento de los demás, y cuando, consciente o inconscientemente estamos extendiendo el individualismo y el egocentrismo.
Tal vez sobraría ese grito para nosotros, porque si de alguien sabemos que ha tenido y tiene compasión de nosotros ése es Dios. Tanto se ha solidarizado con nuestro sufrimiento, el sufrimiento de la humanidad, especialmente a causa de los otros, que se ha hecho uno como nosotros por puro amor, un amor que, en defensa de la dignidad humana, ha llevado hasta las últimas consecuencias de su entrega.
El Señor se ha solidarizado con nuestro dolor, y su empeño es contribuir a sanarlo en la medida de lo posible, y a hacer sentir su mano paterna y materna en nuestro dolor. Pero él acoge siempre ese grito necesitado cuando brota de nuestras entrañas y nos responde con el calor de su amor, con su abrazo que nos serena y que nos da fuerza para hacer frente a nuestra realidad.
Pero tenemos que aprender a ir más allá. No cabe duda de que Dios camina con nosotros en nuestras alegrías y en nuestras tristezas. Nada de nuestra vida le es ajeno, porque somos hijos suyos. Nos sobrepasa muchas veces la realidad del dolor y de la muerte, y nos preguntamos dónde está, pero él sigue ahí, en su misterio de amor, sanando nuestro interior, acariciado nuestro ser más profundo, acogiendo y abriendo a la esperanza. Y no podemos olvidar que la manifestación plena de su amor compasivo nos la ha manifestado en Cristo, para decirnos en él, con su vida, con su muerte y resurrección, que nuestra vida no queda anclada en la experiencia de dolor que, con sus mil caras, nos toca afrontar y ayudar a suavizar o eliminar; no, nuestra realidad no queda ahí, sino que, por pura gracia, ha quedado abierta a la vida definitiva, donde por su compasión eterna ya no habrá ni llanto ni dolor.
ORACIÓN:
“Espacio de bien”
Gracias, Señor, porque te hs acercado y te has quedado con nosotros. Gracias, porque más allá de nuestras limitaciones materiales, por muy importantes que sean para nosotros, que vivimos insertas en ellas, nos has mirado con amor, con un amor que nosotros no sabemos corresponder. Has compartido con nosotros la alegría y el dolor, y nos has abierto ese horizonte de nuestro ser que desde nosotros sólo puede estar abocado al vacío de la muerte. Gracias, Señor. Dame sensibilidad para que también yo sepa trabajar mi corazón para hacerlo acogedor, sensible, humano, con capacidad de compadecerse, no como gesto lastimero sino como compromiso de cercanía y de mano tendida, capaz de poner calor y ternura donde sea necesario. Ayúdame a descubrir la fuerza de vida que ello comporta y aporta para hacer de mi vida un espacio de bien.
CONTEMPLACIÓN:
“Sé que me amas”
Gracias porque me tiendes
tu mano amiga.
Gracias porque en el silencio
de mi camino,
de ese camino que es sólo mío,
ese aparente silencio me adentra
en el misterio de mi existencia,
y vislumbro siempre el calor
de una respuesta que me acoge
y me sobrecoge,
hasta hacerme sentir que no estoy solo.
Gracias, Señor, porque sé
que tu vida acompaña a la mía,
y, aunque no lo entienda,
sé que me amas.
Deja una respuesta