VIERNES III DE PASCUA
LECTURA:
“Juan 6, 52‑59”
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre si: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
MEDITACIÓN:
“Habita en mí y yo en él”
Este es el milagro de la eucaristía, porque de eso está hablando Jesús. O mejor, está hablando de toda su persona, de su ser, y de la vinculación que se produce con nosotros, cuando somos capaces de implicarnos con él y de implicarle en el camino de nuestra existencia.
Jesús no ha venido sólo a hablarnos del Reino, y a traernos la buena noticia de un mensaje externo, sino de toda una realidad que se plasma, que se identifica, que se realiza, en él.
Por muy hermoso que pueda sonar, no es un mensaje frío, un mensaje más entre las muchas ofertas que existen. No ha venido a hablarnos de un Dios que se nos manifiesta y se mueve desde fuera y al que a base de ruegos conseguimos que se fije en nosotros o llene nuestra vida de milagros.
Él es el milagro. Tan milagro que nos cuesta entenderlo. Nos es fácil quedarnos en esos milagros que siguen tocando la materialidad de la vida, pero seguimos sin captar el tremendo misterio de un Dios que se nos acerca, que es capaz de abajarse de tal manera que se hace uno como nosotros; que es capaz, no de darnos sus migajas de grandeza, sino que quiere adentrarse en nosotros, hasta hacerse uno en nosotros y nosotros uno, no con él, sino en él.
Y para que lo podamos captar en nuestra materialidad, que es lo que nos resulta más fácil captar, nos habla de comer su carne y beber su sangre. Y para que no nos asustemos y lo entendamos de forma más asequible, lo hace a través de los signos del pan y del vino. Pero, es curioso, todos esos intentos de acercamiento, muchas veces los terminamos rechazando porque son demasiado naturales, o a lo más, como un mero signo, pero no como una realidad. Queremos cercanía y rechazamos la cercanía y, al final, terminamos desterrando los signos de su presencia real para seguir reclamando cercanía.
Pero en medio de nuestras incoherencias, Dios está ahí, encarnado en Jesús, muerto y resucitado para nuestra justificación y salvación. Está ahí hecho pan y vino, hecho eucaristía, para hacernos uno en él. Hecho carne y sangre en cada uno de nosotros, en cada uno de los hombres, especialmente en aquellos más necesitados de sanación a quienes quiso acercarse de un modo especial, como sólo lo podía anhelar y lo sigue anhelando, un Padre, para que los hijos aprendamos de él. Y todo ello, milagro de su resurrección que lo hace posible y realizable; invitación y tarea, llamada y exigencia, compromiso, testimonio y don.
ORACIÓN:
“Entender tu sencillez”
Somos así de impredecibles, Señor. Te queremos cerca pero, al final, tendemos a convertir esa cercanía en meros signos. Y así te devolvemos a tu sitio distante, porque, al fin y al cabo, nos sentimos más seguros si estás allá, sentado en tu trono o paseándote por las anchuras de la nada o del universo. Te queremos vivo, pero tu resurrección, y la supuesta nuestra, nos desbordan, y seguimos pidiendo apariciones, porque no nos bastas, Señor. En medio de todas estas y otras muchas contradicciones quiero pedirte que refuerces mi fe y que me hagas más sencillo para que pueda entender tu sencillez, y más trasparente para que pueda transparentarte, y más accesible para que puedas penetrar en mí. Gracias, Señor.
CONTEMPLACIÓN:
“Entra, Señor”
Abre mis puertas, Señor,
o derríbalas si es necesario,
Pero entra, Señor,
entra y trastoca mi interior.
Ilumínalo en su oscuridad
para que pueda descubrir
su grandeza en su pobreza.
Entra, Señor,
para que pueda entrar en ti,
fundirme contigo en un abrazo
luminoso y doloroso,
purificador y transformador.
Entra, Señor.
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