TIEMPO ORDINARIO
Sábado 24º
LECTURA: “Lucas 8, 4-15”
En aquel tiempo, se le juntaba a Jesús mucha gente y, al pasar por los pueblos, otros se iban añadiendo. Entonces les dijo esta parábola: Salió el sembrador a sembrar su semilla. Al sembrarla, algo cayó al borde del camino, lo pisaron, y los pájaros se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, y, al crecer, se secó por falta de humedad. Otro poco cayó entre zarzas, y las zarzas, creciendo al mismo tiempo, lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena, y, al crecer, dio fruto al ciento por uno.
Dicho esto, exclamó: El que tenga oídos para oír, que oiga.
Entonces le preguntaron los discípulos: ¿Qué significa esa parábola? Él les respondió: A vosotros se os ha concedido conocer los secretos del Reino de Dios; a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean y oyendo no entiendan.
El sentido de la parábola es éste: La semilla es la Palabra de Dios. Los del borde del camino son los que escuchan, pero luego viene el diablo y se lleva la Palabra de sus corazones, para que no crean y se salven. Los del terreno pedregoso son los que, al escucharla, reciben la Palabra con alegría, pero no tienen raíz; son los que por algún tiempo creen, pero en el momento de la prueba fallan. Lo que cayó entre zarzas son los que escuchan, pero con los afanes y riquezas y placeres de la vida, se van ahogando y no maduran. Lo de la tierra buena son los que con un corazón noble y generoso escuchan la Palabra, la guardan y dan fruto perseverando.
MEDITACIÓN: “La semilla es la Palabra de Dios”
Ya lo sabemos, pero tenemos que volver a recordarlo, la semilla que Dios ha lanzado a nuestra tierra, la tierra de nuestro corazón, es su Palabra, podemos decir que es el mismo Jesús, porque él es la Palabra encarnada que se nos ha desgranado y explicitado en sus gestos de vida y en sus propias palabras.
Y esa semilla, esa palabra, lleva en sí toda la fuerza divina, capaz de transformar y de transformarnos. En ella inmersa toda la fuerza interior para crecer, para dar fruto, como toda semilla; pero que, como toda semilla, exige la acogida de nuestra tierra y el cuidado de nuestro trabajo esforzado e ilusionado.
Nos gustaría que bastase con echar la semilla para que el fruto estuviese garantizado. Nos gustaría que bastase con escuchar la Palabra para experimentar la fuerza de su crecimiento así, sin más, dejándola a su suerte y despreocupándonos de nuestra responsabilidad. Pero así es fácil que muchos “pájaros” o “pies” la roben o pisoteen, que muchas “piedras” le impidan desarrollar raíces fuertes y hondas, y que muchas clases de “zarzas” la ahoguen. Aún así, todavía deja Jesús una puerta abierta al fruto porque siempre puede haber un resquicio de tierra acogedora en nosotros a la que la semilla se aferra para dar fruto, porque, como dice el salmista, la palabra no vuelve a Dios nunca vacía.
Es el empeño salvador de un Dios que frente a esas fuerzas, también empeñadas en que el hombre no se salve, busca los resquicios por donde penetrar por la fuerza del amor, para sembrar un espacio de luz en cada corazón, por sombrío que parezca. Es una puerta de esperanza que nos abre el horizonte ante la realidad de todos esos avatares que sentimos que nos pueden y que ahogan muchos de nuestros mejores deseos, porque nos vienen condicionados por infinidad de realidades que determinan en parte el terreno de nuestra realidad personal. Y es una llamada de estímulo para que, a pesar de todo ello, no dejemos de trabajar con fuerza e ilusionadamente el campo de nuestra vida, tratando de ganar el máximo terreno y haciendo posible que por nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor vaya creciendo robusta nuestra semilla y dando el mejor de los frutos, los frutos del amor de Dios alimentado en nosotros.
Sí, es importante que lo tengamos muy presente. Cuando escuchamos y tratamos de acoger la palabra de Dios, no solamente recibimos el encargo de una tarea. Se nos regala con ella una fuerza capaz de multiplicarnos al ciento por uno, no como algo ajeno a nosotros, no como algo que nos saca de nuestra realidad para llevarnos a espacios que no son nuestros, sino precisamente para hacer fructificar toda la riqueza de nuestra potencialidad, de nuestro ser humanos, hasta convertirnos, sí, en cosecha de Dios, para nuestro bien y el de todos. No se nos ha dado nada hecho, sino la hermosa y creativa, ilusionada y dolorosa tarea, de crear, crecer y multiplicar lo que somos y estamos llamados a ser desde Dios.
ORACIÓN: “Ayudarme a crecer”
Señor, gracias por la fuerza creadora de tu palabra en mi vida. Gracias porque no me has hecho un objeto preestablecido y obligado a asumirla por la fuerza. Gracias porque me has hecho tarea de mí mismo, capaz, eso sí, de construirme o destruirme desde la opción de mi libertad. Y gracias porque estás a mi lado, porque me ofreces la fuerza de tu presencia, de tu caminar conmigo, de tu ayudarme a crecer, y por abrirme el horizonte de una cosecha de los frutos de mi vida acogido en los graneros de tu casa. Gracias porque me haces capaz y me desvelas el horizonte de mi presente y de mi futuro y me muestras la capacidad de esa fuerza que has dejado en mí. Siento que muchas veces detengo ese crecimiento, que a veces olvido las tareas de mi campo, que no soy capaz de valorar con todas sus consecuencias los efectos de mi acción, y me pueden los cansancios y las dificultades del momento. Pero gracias porque frente a ese riesgo, frente a ese empeño de otras fuerzas que me distraen tú sigues ahí alentando la riqueza de mi ser. No dejes de hacerlo nunca para que nada ni nadie me impida seguir intentando crecer contigo y con los otros hacia ti.
CONTEMPLACIÓN: “Mi semilla”
Eres mi semilla
y te has hecho la fuerza
de mi propia semilla.
Me llamas a crecer hacia ti
y a hincar mis raíces en ti.
Tú, mi tierra y mi cielo,
mi sol y mi brisa,
mi lluvia y mi rocío,
mi fuerza y mi sosiego;
belleza de mi presente,
gozoso y doloroso,
esperanza de mi futuro
inmerso para siempre en ti.
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