El quinto grado de humildad es que el monje, con una humilde confesión, manifieste a su abad sus malos pensamientos que le vienen al corazón y las malas obras realizadas ocultamente. (7,44)
En el cuarto grado hemos tocado el fundo mismo de la humildad. Los tres grados siguientes conducen al monje más lejos en el camino de la humildad: declaración de su indigencia espiritual, (confesión de sus faltas al abad, grado 5) Confesión de la radical pobreza de su naturaleza humana, (grado 6º) confesión sincera y humilde de que es bueno el verse humillado y abatido (7º grado)
Después de haber tratado de la humildad-temor de Dios (grado 1º) y de la humildad-obediencia, (grados 2º al 4º) se fija ahora la RB en la humildad-humillación.
Humillación es y no pequeña declarar sinceramente al abad los pecados ocultos e incluso los mismos pensamientos, conforme al “indicio” 2º de Casiano.
En realidad, la manifestación de los pensamientos forma parte del núcleo más primitivo de la espiritualidad monástica. Los “logismoi” pensamientos, impulsos, pasiones fueron desde los inicios de la vida monástica la gran preocupación tanto de los anacoretas como de los cenobitas. Saber distinguirlos y como combatirlos consistía la gran sabiduría del desierto. Los psicólogos del yermo, y en primer lugar Evaglio Póntico se aplicaron tenazmente a su estudio y realizaron progresos notabilísimos en su enumeración, definición y clasificación. Casiano trasmitió esta doctrina al occidente monástico.
Sólo los Padres que poseían el carisma del discernimiento de espíritu, podían rectamente juzgar de los pensamientos que asaltaban a los monjes noveles, o aquellos que no teniendo este carisma, eran incapaces de distinguirlos y se buscaba el remedio conveniente, que era confesarlos, como se deduce sobre todo de los tres textos bíblicos con que se apoya el “indicio” de Casiano.
La exteriorización de los pensamientos, sobe todo la exteriorización de nuestros sentimientos negativos, trae consigo efectos terapéuticos. Mientras ocultamos a los demás nuestras emociones negativas, tales emociones ocupan nuestro espacio interior, incluso en el inconsciente, y desde allí operan de forma destructiva sobre nuestro cuerpo y nuestra alma. Si comunico a otro mis sentimientos, logro tomar distancia de ellos y puedo manejarme mejor de ellos.
La exteriorización tiene un efecto liberador y genera confianza. “Manifiesta al Señor tu pasos y confía en El” (Sal 37, RB 7,45) Entonces comprendo que los sentimientos tienen permiso para existir, que no soy diferente de los demás humanos, que es totalmente normal sentir de este modo. A través de la exteriorización puedo experimentar que soy asumido y amado con todo lo que hay en mí. Es a esto a lo que hace referencia Benito cuando cita el salmo 118, y 106. Confesad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Este versículo citado por RB pertenece a un salmo Pascual. Algo de resurrección hay cuando nos atrevemos a hablar con nuestros hermanos de nuestros pensamientos y experimentando en ello la bondad y la misericordia de Dios: ternura, compasión, amor. Y experimentamos el perdón. (Salmo 32; RB 7,48)
San Benito habla de esto en otros dos momentos: estrellar inmediatamente contra Cristo los malos pensamientos que vienen al corazón y manifestarlos al anciano espiritual (4,50) Pero si se trata de un pecado oculto del alma, lo manifestará solamente al abad o a los ancianos espirituales que sepan curar las propias heridas y las ajenas no descubrirlas ni publicarlas. (46,5-6)
El monje, entonces como hoy, está rodeado de buenos o malos espíritus, pero es importante saber cual de ellos es el que le impulsaba a actuar. No se trata solo de distinguir entre el bien y el mal, sino entre el bien y el mal presentado bajo apariencias de bien. Es lo que se llamaba “diacrasis” o discernimiento de espíritu que aparece ya practicado en qumrân, en Fil. 1,9-10 se la desea S. Pablo a sus fieles. En el siglo II Hermas tiene un tratado para distinguir el espíritu según sus efectos en el alma. Orígenes desarrolla esta doctrina.
La “diacrasis” se convirtió en la verdadera sabiduría del desierto, y a su lado palidecía cualquier conocimiento humano. Para alcanzar este don, según la Vita Antonii 22 hace falta mucha oración y mucha ascesis. Tiene muchos grados.
Los grandes Padres del Desierto, junto con este carisma tenían la fama de “dioráticos” esto es la mística facultad de ver cosas que eran invisibles par los demás. Y algunos tenía el don de la “perspicacia”, esto es, leer en los corazones.
Los monjes que no tenían el don de la “diacrasis” tenían que recurrir a la dirección espiritual, que era algo más que una simple confesión de los pecados. Se manifestaba no solo las caídas, sino también los “logismoi”, pensamientos, inclinaciones, sugestiones, etc. S. Antonio, S. Basilio era muy exigentes en este aspecto.
Esta declaración hay que hacerla cuanto antes para que no eche raíces el mal, basados en el Deut. 32,7:” Pregunta a tu padre y te lo dirá, lo consideraban dicho para ellos.
S. Antonio afirma que conoció muchos monjes que después de muchos años de trabajo, cayeron por no cumplir este mandamiento. Y era tanta la importancia que daban a la dirección espiritual, que no permitían que ninguno se adentrara en el desierto si no tenía un grado eminente de madurez espiritual. En las Lauras de Palestina no permitían salir del cenobio para vivir en celdas separadas antes de poseer la discreción de espíritu, ya que tenía necesidad del anciano.
El interés de este tema, no es meramente histórico, sino que es de plena actualidad. Sin la aceptación del misterio de la mediación humana no es posible una renovación seria del monacato, dice Anselmo Grün.
La apertura del corazón se fundamenta en la fe y en la humildad. Fe en la voz del Espíritu que se hace más asequible y más clara a través de la palabra del hermano que ya tiene experiencia de Dios, experiencia forjada en la fidelidad y en amor de la propia vocación. Humildad que permite al monje superar las inhibiciones del amor propio, librándolo del aislamiento que lo confina la autosuficiencia y el pecado.
Casiano afirma que tan pronto como se ha descubierto un mal pensamiento pierde su fuerza y antes de que sea pronunciado el juicio de la prudencia, la repugnante serpiente será sacada por la confesión de sus tenebrosos escondrijos. Pero sus nocivas insinuaciones dominarán en nosotros mientras las ocultemos en el corazón. Col, 2,10.
Lo que retenemos o reprimimos obra en forma destructiva en nuestro interior, C.G. Jung considera que dejamos en las sombras, opera desde el inconsciente de forma negativa sobre nosotros. Tan pronto como lo sacamos a la luz, pierde sus efectos destructivos.
El monje que abre su corazón al anciano espiritual, no ha de buscar una respuesta mágica para sus problemas, sino una orientación compartida, nacida de una experiencia realmente vivida, que le anima a seguir adelante por un camino que será diferente para cada persona y que habrá que respetar profundamente. No se trata solo de orientación y corrección, sino que es preciso buscar una persona que por la oración y la simpatía, pueda compartir las penas y esperanzas del que se le confía.
Por esto, la apertura del corazón ha de ser totalmente libre. Sólo de este modo se podrá ir forjando un vínculo de amistad fuerte y estable, que a lo largo de los años adquirirá características diferentes.
Pero como nadie puede presumir de una madurez total ni de un don de discernimiento aplicable a sí mismo, todo monje necesita tener a su alcance un buen guía espiritual, sea el abad o uno de los ancianos de la comunidad que sea experimentado y fiel.
Así podremos comprender la importancia de la presencia de hombre de Dios en cada comunidad. Es necesario vigilar para que no proliferen los guías ciegos. Personas que proyectan sobre los otros su propia inmadurez, y con frecuencia los retienen con un afán posesivo que resulta muy perjudicial.
El guía espiritual auténtico ha de saber acoge, escuchar, respetar profundamente a la persona que se le acerca, y ver en ella un escogido por Dios, por muy equivocado que ande.
La acogida no es debilidad ni condescendencia con los errores, sino la estima inconmovible que devuelve al pecador y vacilante ese clima de confianza que le faltaba. El verdadero guía no es blando, sino que sabe infundir valentía, sabe seguir caminos de generosidad y de audacia de acuerdo con las pisibilidades de cada persona.
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