467. ‑ Los porteros del monasterio

publicado en: Capítulo LXVI | 0

Póngase a la puesta del monasterio un monje de edad y discreto y que sepa recibir un recado y trasmitirle, y cuya madurez no le permita
andar desocupado. 66, 1.

El monasterio tradicionalmente era considerado como un ámbito cerrado, separado del mundo. Los hermanos llevaban vida común dentro de su recinto al margen de la vida secular.
El capítulo 66 de la RB constituye un testimonio de esta mentalidad. No se limita a especificar las cualidades y obligaciones del portero, sino que hace hincapié en que el cenobio debe tener en lo posible todo lo necesario para la vida de la comunidad para que los monjes no tengan que buscarlo fuera del recinto.
Termina este capítulo con una nota que prescribe la lectura frecuente de la Regla. Esto nos hace suponer con toda razón que terminaba aquí en una redacción anterior a la definitiva.
En casi todas partes, el cargo de portero es el más humilde y que se confía a un hermano converso, e incluso a algún seglar.
Pero S. Benito lo enfoca de una manera muy diferente y el deseo de valorar más la clausura monástica le ha aconsejado la redacción de la segunda parte del capítulo. Así le aconsejaba la fuente de donde ha tomado casi todos los elementos de esta capítulo, la Historia monachorum de Rufino en el capitulo 17.
S. Benito habla en singular de la puerta del monasterio. Es normal que tenga una sola puerta con otra para los servicios y vehículos. Es una garantía de nuestra clausura
Para cuidar esta puerta, la Regla instituye un portero. No se trata de un «conserje». No ha de tener ni el nombre ni las costumbres de este.
Existen dos cargos en los que se entra en contacto con el exterior. La hospedería y la portería. En el capítulo 53 ya se comentó los peligros que tiene que superar el hospedero. Idénticas observaciones son válidas para el portero cuya misión también es muy delicada.
Su misión es atender con presteza a los que se acercan al monasterio. Tiene que hacerlo con toda delicadeza, con «temor de Dios y fervor de la caridad». Esto vale no sólo para el portero, sino también para todos los monjes en sus relaciones con el exterior.
Entre las cualidades que exige S. Benito, es que sea un monje anciano, es decir, entrado en años. Sensato, bastante inteligente para recibir y trasmitir recados, sin deformarlos. Tan maduro y prudente que no se aproveche de su oficio para perder el tiempo en bagatelas.
La prontitud y la agilidad constituyen unas cualidades por las que S. Benito manifiesta reiteradamente su simpatía. Es normal que las exija del portero para que conteste en el acto a quienes acuden al monasterio y los atienda con presteza, con una mansedumbre inspirada en el amor de Dios y el fervor de la caridad.
No basta tener un temperamento agradable para estar siempre acogedor. Hace falta una virtud sobrenatural para estar siempre con una igualdad de ánimo, saber callar y hablar oportunamente.
Si el portero no tiene un real amor al silencio monacal, la portería puede convertirse en un lugar de charla fácil e inútil.
El gusto por la lectura y la oración junto con un discreto trabajo manual ayudará al portero a conservar el amor de la clausura.
Gran número de visitantes no podrán juzgar al monasterio si no es a través de la acogida con que les reciban en la portería Un motivo más para que todo sea digno y edificante.
D. Calmet insinúa que el hecho de dejar la portería en manos de laicos es un índice de una disminución del sentido monástico. Es quizá un juicio un tanto severo. Pedro el Venerable en su controversia con Citeaux confesaba no comprender por qué inmovilizar un religioso en la portería. Bastaría que un sirviente la atienda cuando deben estar cerradas. Y es que los cistercienses de aquella época colocaban en la portería a un religioso de coro y a un converso.

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