Con esto no queremos decir que deje crecer los vicios, sino que los extirpe con prudencia y amor, para que vea lo más conveniente para cada uno, como ya hemos dicho. Y procure ser más amado que temido. 64,14-15.
Seguimos comentando la manera de proceder del abad ante las faltas de los hermanos, según enseña la RB en este segundo directorio.
¿Cómo proceder al corregir, cuando la corrección es inevitable? Con prudencia y con mesura, sin excederse: “nec quid nimis.”
Ante todo hemos de tener en cuenta que las reprensiones sean raras. Cuando son demasiado frecuentes y se hacen periódicamente, uno acaba por acostumbrarse y pierden su eficacia.
En segundo lugar, que sean realmente justificadas. Hay temas dignos de consideración y otros que no lo son tanto. Puede haber cosas que por educación o por temperamento al abad no le gustan y que sin embargo no está obligado a extirpar.
Finalmente, que las correcciones sean oportunas, adaptadas al carácter y a la situación moral de cada uno. Hay caracteres dóciles y otros violentos. Incluso se dan espíritus habitualmente sumisos pero que pasan por agudas crisis, de modo que sería imprudente y hasta cruel, hacer más pesada su carga. No querer limpiar tanto la herrumbre del vaso, que se rompa, le recomienda S. Benito. Es cuestión de tacto y de delicadeza.
Para mover al abad a la misericordia, S. Benito le ofrece una doble motivación: que se considere así mismo y que considere al Señor.
Teniendo presente la propia fragilidad y poniéndose en el lugar de la persona corregida, el abad se sentirá inclinado a la indulgencia y compasión. Y esto lo hará con más intensidad si unido al Señor y de acuerdo con Él, recuerda los términos con los que Isaías y S. Mateo emplean para resaltar el carácter del Mesías: la caña cascada no quebrará.
Y mientras la Regla procura evitar que el abad se incline a la severidad, sería lamentable que algunos hermanos se creyeran en la obligación de amonestar a la autoridad, para que corrija todo lo que a este hermano en particular juzga que no debe ser tolerado. Se dice; ¿pero es que el abad no lo ve? ¡Si salta a la vista! ¿Será cómplice el abad?
No es de buen gusto implorar el fuego del cielo sobre lo que no está en conformidad con nuestra apreciación personal. “¡No sabéis de que espíritu sois!”
Es fácil advertir que estas manifestaciones de indignación proceden casi siempre de la inexperiencia. Los más impacientes por reclamar severidad con los hermanos son los que más se sorprenden cuando la corrección les afecta a ellos mismos. Dejemos que el abad intervenga a su hora y cuando lo crea oportuno.
Con esto no queremos decir, dice S. Benito, que no se corrija. Aquí tenemos no una mitigación de la misericordia, sino una cautela contra una falsa interpretación de la virtud. El ideal de la misericordia no es un total dejar hacer. La dejadez no ayuda a fomentar el espíritu de familia, y es importante que la preocupación de portarse bondadosamente con cada uno no lleve al abad a olvidar la bondad debida a la comunidad. Todo monasterio camina rápidamente a la ruina si el Superior se siente demasiado inclinado a olvidar, a excusar, a perdonarlo todo.
S. Benito no quiere que los malos hábitos se afiancen a base de una tal condescendencia y S. Gregorio presente en el relato de su vida, varias ocasiones en la que su bondad se revistió de un santo rigor.
Se trata ciertamente de desarraigar los vicios, pero hay que hacerlo en el momento oportuno, con habilidad y caridad.
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