Por lo tanto dada la importancia que tiene la taciturnidad. (6,3)
Nos fijamos sólo en la primera parte de este párrafo, que nos puede servir para reflexionar sobre algunos de los bienes positivos de la taciturnidad, que S. Benito no ha señalado, pero que se recogen en la tradición monástica.
En los dos primeros párrafos la RB ha exhortado a cuidar la taciturnidad para evitar el pecado. Pero si se estudia atentamente los escritos monásticos se descubre en ellos funciones del silencio más positivas. Hoy consideramos cómo el silencio es un camino que el monje recorre para encontrarse consigo mismo. Entre los muchos bienes que la C.24 dice del silencio, uno de ellos es que “estimula la atención del corazón”.
No gusta estar solos y cuando estamos solos buscamos alguna ocupación. Ernesto Cardenal novicio que fue de Thomas Merton, describe así esta experiencia.
“El ser humano le resulta difícil estar solo. Por el deseo de acrecentar su yo, le es casi imposible. Pero si alguna vez está consigo mismo a punto del encuentro con Díos, huye encendiendo la radio, el TV.” Algunos no pueden soportar estar inactivos y permanecer sencillamente sentados en silencio les pone nerviosos. Necesitan alguna ocupación: ordenar la habitación, sentarse frente al ordenador…
Guardar silencio no significa meramente no decir nada, sino prescindir de las oportunidades de huir, y tratar de verse tal cual uno es. Es renuncia no solo a hablar, sino a toda aquella ocupación que me pueda apartarme de mí mismo.
En el silencio me obligo a estar conmigo. El que lo intenta descubre que en un primer momento no es agradable. Enseguida hacen acto de presencia todos los pensamientos y sentimientos, emociones y estados de ánimo, miedo y aversiones que vienen a nuestra imaginación. Afloran deseos y necesidades reprimidas, las palabras que no dijimos o que dijimos y no debiéramos haber dicho.
En los primeros minutos de silencio se manifiesta nuestro desorden interior. Resulta penoso todo esto. Pero en el silencio descubrimos como estamos, es como un análisis de nuestro estado interior.
Para muchas personas esta experiencia es tan desagradable, tan gravosa y terrorífica, que no pueden soportarla durante mucho tiempo. Tienen que hablar de ella y comentar sus problemas con otros. Cierto que el exponer nuestros problemas puede aportar claridad a nuestro desorden interior. Los monjes antiguos conocían el ejercicio de hablar de los pensamientos más mínimos, con un padre anciano y experimentado. Pero no contar sus problemas a unos y otros, sino de uno solo. Si alguno no lo hacia se tomaba como un gesto de orgullo y no se le consideraba como monje, ya que el mostrar su estado interior a un anciano era algo esencial a la vida monacal.
Hoy se aprecia el benéfico valor de manifestar lo que uno piensa para liberarse de las tensiones internas. Pero la incapacidad de hablar de las heridas profundas, es un problema muy común. Aquellos que guardan todo, terminan amargados y con úlcera de estómago. A personas así les conviene hablar de sus heridas con persona que sepa curarlas.
Los monjes conocen como remedio curativo el silencio. Esto puede parecer a algunos, extraño, porque relacionan silencio con la opresión y la represión. Se pueden malograr procesos y situaciones interiores, hablando demasiado de ellas.
Otras personas hablan demasiado de sus problemas, pero uno puede percatarse de que sólo hablan de un aspecto de su vida interior, y que con su palabrería impiden que pueda verse el fondo de su interior.
Para los monjes la taciturnidad desempeña una función terapéutica alejándoles de la agitación y el enojo, y a la vez conocerse mejor a sí mismos.
S. Benito emplea el silencio para aquellos hermanos que son castigados y excluidos de la comunidad. El castigado es confinarle en silencio, nadie puede dirigirle la palabra. Así el silencio es a la vez para él castigo y remedio. Le da la posibilidad de penetrar en sí mismo, llorar su situación y arrepentirse de la falta. Gracias al silencio puede realizarse en él la curación.
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