Pero incluso este tipo de obediencia solo será grato a Dios y dulce a los hombres, cuando se ejecute lo mandado sin miedo, sin tardanza, sin murmuración y sin protesta (5,14)
Vemos en la tercera parte de este párrafo las condiciones de la obediencia para que sea grata a Dios y dulce a los hombres.
La primera condición que indica es evitar la vacilación. Se vacila cuando uno duda si tendrá las fuerzas necesarias para ejecutar lo mandado, cuando se busca un pretexto para no realizarlo o hacerla menos dura.
Vacilar así es falta de fe, de confianza y de amor. Se vacila porque no tenemos la suficiente fe para ver la divina voluntad en la orden recibida, o porque contamos demasiado con nosotros mismos o poco con Dios. Así la obediencia nos parece imposible.
Después de hacer las observaciones pertinentes y prudentes, debemos tener plena confianza en el auxilio del Señor. En el fondo la vacilación proviene de la falta de amor a nuestro Señor. Dudamos en ofrecerle el sacrificio que se nos pide.
En segundo lugar dice evitar la tardanza. Esto es obedecer, sin lentitud. A no ser que haya una imposibilidad absoluta o prudente, hay que dejar lo que se tiene entre manos cuando constatamos que el Señor nos expresa de alguna manera su voluntad.
La lentitud adormece la voluntad, fomenta la rutina, produce fastidio, disminuye el mérito, escandaliza a los hermanos e introduce el desorden en la comunidad. Pero sobre todo es una falta de amor al Señor por la falta de abnegación mostrada en su servicio.
Para evitar la lentitud, no hay que caer en la precipitación que lejos de ser una virtud, es más bien un fruto de la naturaleza y fomenta la disipación.
En tercer lugar evitar la tibieza. En algunos momentos pueden darse obediencias muy duras. Todas las repugnancias se despiertan a la vez en mandatos penosos e inesperados. (Ejemplo de SS. Isaac y compañeros jesuitas, mártires en Canadá) Todo parece perdido pero es el momento más grandioso para la gracia. Abrazados al crucifijo, aceptamos toda la cruz, y es el momento de un gran paso en el camino de la santidad.
No es la satisfacción propia, sino la voluntad de Dios lo que se busca en todo y siempre.
Sin murmuración sigue diciendo S. Benito. La murmuración consentida no es una observación hecha prudentemente, sino un descontento de la naturaleza ante una orden recibida, una queja que la flojedad o el orgullo nos hace formular, bien exterior, bien interiormente.
Si la murmuración es exterior, es una injuria hecha al mismo Dios, pues la obediencia prestada a los superiores, dice s. Benito es prestada al mismo Dios. Según S. Juan Crisóstomo, la murmuración es un pecado que se acerca a la blasfemia. La murmuración exterior es también un escándalo para la comunidad, cuya paz, unión y caridad, pueden destruir.
Si la murmuración es interior, no es menos una ofensa a los ojos de Dios que ve el corazón. Y según sea más o menos consentida, mas o menos acre contra la autoridad, arruina en ese mismo grado el espíritu sobrenatural de la obediencia. (Sta. Teresa de Jesús es durísima contra esta falta)
Y por último, dice S. Benito que hay que evitar la resistencia. El decir abiertamente “no quiero” es una falta que no se da frecuentemente. Esto sería una desobediencia formal que lleva consigo desprecio de la autoridad, y es siempre falta grave, cualquiera que sea la materia. Porque el pecado no consiste tanto en la trasgresión de la orden recibida como el orgullo lanzado hasta la rebelión.
Hay que tener cuidado para no caer en una rebelión simulada. Responder con señales de desprecio, formular en el interior la intención de no obedecer, simular que no se ha oído o comprendido la orden, para así retardar la ejecución, no es otra cosa que una resistencia más o menos disimulada.
Por el espíritu de familia que tiene que vivir la comunidad, tenemos el peligro de olvidar la debida cortesía que no tienen que ver nada con el verdadero espíritu de familia.
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