Cada uno tiene el don particular que Dios le ha dado, unos uno y otros otro. 40,1.
Encontramos en este capítulo una gran sensibilidad o elegancia humana, nacida de una espiritualidad intensa. Completa muy bien las sugerencias del capítulo anterior sobre la medida de la comida.
Destacamos ahora la insistencia en respetar el don de Dios en cada monje. Deja de lado la uniformidad queriendo aplicar a todas las personas la misma medida. Es más, a pesar de su estima por la tradición, el Padre de los monjes Poimén lo rechaza categóricamente, acepta una derogación:”aunque leamos que el vino no es nada propio de monjes, sin embargo”. Pero velando para que se mantenga la actitud fundamental de la sobriedad.
Hace notar que “determinamos la cantidad de alimento de los demás con cierto escrúpulo”, pero tengamos en cuenta el párrafo siguiente: “pero considerando la flaqueza de los débiles”, entendiendo por débiles no a los enfermizos, sino a los que tienen un ánimo débil. Y aquí se trata de aplicar a un caso concreto un principio que da al abad cuando le dice:”ponga moderación en todo, de manera que los fuertes deseen más y los débiles no retrocedan” 64,19.
El tema de los débiles y de los fuertes es como una corriente subterránea que va apareciendo a través de toda la Regla, sobre todo en el directorio del abad y en el código penal, en el que encontramos este principio importante: “sepa que aceptó el cuidado de almas enfermizas y no una tiranía sobre almas sanas” 27,6.
S. Benito no renuncia a mantener un ideal elevado y este ideal no es exclusivo para los perfectos, sino que es un ideal para todos.
Su modelo consiste en proponer un ideal elevado juntamente con gran comprensión de las debilidades personales, y flexibilidad en la aplicación de los medios ascéticos. Y por encima de todo, una confianza grande en la obra que Dios lleva a cabo en el alma de cada uno, considerando”que no pueden (los monjes) realizar el bien que hay en sí mismos, sino que es el Señor el que lo hace, proclaman la grandeza del Señor que obra en ellos”. (Pról. 29-30) Lo único irreparable es el abandono del ideal, no las flaquezas.
La experiencia enseña que un monje puede ser muy defectuoso, pero que es un elemento valioso mientras mantenga el ideal que aglutina a todos los miembros de la comunidad, y que se levanta tantas veces cuantas sea necesario para volver a empezar.
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