Sean comunes todas las cosas para todos y medie considere que algo es suyo. (33,6)
Tanto en este capítulo como en el siguiente, S. Benito como hemos indicado, se inspira en los Hechos de la Apóstoles, y se muestra muy enérgico y terminante en este aspecto de la pobreza.
Su pensamiento se podría reducir a tres puntos: Comunidad de bienes, desprendimiento personal y aceptación madura y gozosa de la dependencia y de las limitaciones que de ella se derivan. De hecho nos remite implícitamente al motivo fundamental de la opción monástica: dejarlo todo para seguir a Cristo. Configurarnos con Cristo que se anonadó y se hizo obediente hasta la muerte, según el texto cristológico, tan querido por S. Benito. O bien, empleando otra expresión paulina, imitando al Señor Jesús, que siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de que nosotros seamos enriquecidos con su pobreza.
A la medida que vamos experimentándolo, caemos en la cuenta que la pobreza evangélica y la comunidad de bienes , tal como la describe S. Benito en los cap. 33 y 34, solo se puede vivir con todo el alma a la luz del misterio de Jesús. Solo la fuerza que nos viene de él nos libera de las redes del egoísmo que renace constantemente.
En un mundo en el que la autosuficiencia puede encubrir numerosas esclavitudes, los monjes escogemos libremente la dependencia total de la comunidad. Pero tiene que ser una dependencia leal, de hombres maduros, convencidos. No una dependencia soportada contrapelo, con evasiones y trampas. Una dependencia vivida así sería infantilizante y no ayudaría a crecer a las personas.
La desidia en materia de pobreza ha sido siempre una de las causas más importantes de decadencia en los monjes y en los monasterios.
Ya sabemos que en la situación actual, en la que los hombres somos pecadores, egoístas, avaros, indiferentes a las necesidades de los otros, solamente “el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo” (Rom 5,5) nos hará pensar más en lo que es útil para los otros, que en lo que es para nosotros mismos. Sólo este amor puede crear un hombre nuevo y una comunidad renovada. Ahora bien, es necesario que este ideal inspire la vida concreta de cada monje de cada monasterio.
“En lo referente a la pobreza religiosa, no basta someterse a los superiores en el uso de las cosas, sino que hay que ser pobres de hecho y en espíritu, y depositar los tesoros en el Cielo”. (PC 13)
La nueva sensibilidad de la pobreza, no solamente ha dado origen a nuevas experiencias de vida más simple, (que concretamente en nuestra Orden han fracasado todas) sino que han producido verdaderas crisis en los monasterios ya existentes.
Es evidente que en las comunidades numerosas por más que se esfuercen, no podrán dar una imagen ideal de pobreza, y mucho menos experimentar eso que es lo más doloroso de la pobreza en el hombre actual, la incertidumbre ante el futuro, la marginación y el anonimato.
La Iglesia no espera de nosotros un testimonio de pobreza como el que pueden dar los Hermanitos de Jesús o los Misioneros de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta. Nuestro testimonio más auténtico será el de la primacía de la oración sobre las otras obras del hombre. Será el ejemplo de Cristo rezando a solas en el desierto, en la montaña, en el Huerto, en la Cruz.
Por eso, la pobreza efectiva jamás se realizará a fuerza de reglamentos o coacciones, es obra del amor. Solo el amor a la pobreza, o mejor a Cristo pobre permite emitir un juicio objetivo, justo de lo que es estrictamente necesario para nuestra vida. El amor verdadero se manifiesta por una tendencia; el monje quiere empobrecerse más. Esta pobreza de espíritu, este amor a la pobreza como expresión del amor a Cristo es el fin del voto de pobreza. Es el espíritu expresado por S. Benito en estos dos capítulos.
El amor a Jesús nos lleva a lo sencillo, a lo humilde, que no quiere decir a lo feo.
Todo lo esperaremos de nuestro Padre del Cielo, que tiene como principal intérprete al abad.
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