De a los monjes sin enfado ni dilación el sustento señalado. Dése lo que se deba dar y pídase lo necesario en las horas determinadas para ello, para que nadie se perturbe ni disguste en la casa de Dios. (31,16.18.19.)
Dios es Dios de paz, habita en la paz, el que quiera encontrarle ha de buscarle en la paz y para mejor encontrarle estamos en una comunidad donde debe reinar la paz más profunda.
Si en la soledad estuviéramos obligados preocuparnos de las cosas necesarias de la vida, no tendríamos mucha ventaja por haber dejado el mundo. Las ocupaciones materiales mermarían la capacidad para entregarnos a los ejercicios de la vida contemplativa.
Es imposible que una sola persona tome sobre si las cargas de todos los cuidados del monasterio, tanto espirituales como corporales. El superior que quiera hacer lo uno y lo otro, no hará bien ni lo uno ni lo otro, y vivirá en una agitación continua incompatible con su vocación. Por esto, S. Benito multiplica los encargados de los empleos temporales. Ordena que si la comunidad es numerosa, se de ayudantes al mayordomo para que todos los miembros estén en paz. Así la comunidad tendrá una paz que ayuda el encuentro con Dios. Y los mismos oficiales, repartiéndose las cargas pueden encontrar la paz necesaria para el desarrollo de su vocación.
La paz dice S. Agustín, es la tranquilidad que resulta del orden. Donde falta el orden no puede haber paz. Los desórdenes son la ruina de la paz, y si reina el desorden en los empleos temporales, todo lo perturba.
De esta falta de orden nacen variados males: escándalos y murmuraciones de los que a pesar de sus reiteradas peticiones, no pueden obtener lo que justamente desean. Los lamentos de quienes se quejan de estar demasiado cargados, acosados por las exigencias de sus hermanos. La imposibilidad de satisfacer a todos, la tardanza de los trabajos necesarios, la pérdida de tiempo y dinero, la turbación tristeza y fastidio que dificultan el encuentro con Dios. Estas son algunas consecuencias del desorden en los empleos.
El orden no nace espontáneamente en los empleos, ni basta con recomendarle. Es preciso que nosotros lo establezcamos mediante una prudente organización. Es lo que S. Benito hace al final de este capítulo 31. Insinúa tres clases de desordenes en los empleos: la sobrecarga de ocupaciones, la negligencia de los encargados y las importunidades de los hermanos. Ofrece los remedios para estos males: que se proporcionen auxiliares para los que están demasiado cargados, para que puedan desempeñar sus funciones sin cansancio, sin turbación ni tristeza.
Exige que los encargados den cuanto deben y de buena voluntad para evitar el escándalo y la murmuración. Y finalmente quiere que se fijen horas determinadas para pedir lo necesario. Todo ello para que ninguno se perturbe ni se contriste en la casa de Dios
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