Que nuestra mente concuerde con nuestra voz. (19,7)
Reflexionemos un día más sobre la llamada regla de Oro de la autenticidad. “Que nuestra mente concuerde con nuestra voz”.
Concuerde, es la palabra clave, como expresión de la coherencia, de la madurez, de la superación constante de todas las formas de dualidad que sufrimos los hombres.
Nuestra debilidad se debate en una serie de dilemas que nos parecen insuperables en los caminos de la oración, en la búsqueda del Señor, único capaz de coronar con su don esta búsqueda.
El primer dilema es búsqueda de interioridad frente a la objetividad de la Palabra de Dios.
S. Benito resuelve este dilema de una manera impensable para la sensibilidad de nuestro tiempo que diría al revés: que las expresiones verbales estén de acuerdo con vuestro pensamiento.
Pero S. Benito sobrepasa la antropología, y nos pone por la fe dentro del misterio cristiano. La oración cristiana es mucho más que un esfuerzo de interioridad. (De lo contrario quedaría en la categoría paulina de las obras, en contraposición de la gracia)
La oración cristiana es siempre una respuesta a la llamada de Dios.»Me has seducido Señor, y yo me he dejado seducir. (Jer 27)
Por ello la oración, si bien reclama lo mejor de cada uno de nosotros mismos, se alimenta con la objetividad de una palabra inspirada, que es concreción humana de la iniciativa de Dios y expresión gratuita de la respuesta del hombre.
Toda la Escritura, y en particular los salmos nos ofrecen la pauta de la oración y entonces también empieza a ser orientadora para el hombre de hoy la frase de S. Benito: “que nuestra mente concuerde con nuestra voz”.
En lugar de contraponer interioridad y expresión exterior impuesta, buscamos la vivencia de una caridad que unifica todo en una respuesta de oración a aquel que nos ha amado primero.
De acuerdo con la expresión de S. Ireneo, es Dios mismos quien nos coge con sus dos manos: la Palabra por el exterior y el Espíritu por el interior.
El segundo dilema es libertad personal y expresión comunitaria. Proviene también de una expresión poco cristiana del hombre.
Cuando hay una vivencia profundamente cristiana, persona y comunidad no se oponen, sino que se complementan.
Cuando oponemos estos dos términos, es señal de que los vivimos superficialmente. El hombre que vive a fondo el aspecto personal de la oración es el único también de vivir a fondo la oración de comunidad con todo lo que comporta: aceptación y atención de los otros, apertura. Y viceversa, solo el hombre que sepa dar contenido a la oración en común será capaz de una auténtica interioridad sin caer en falsos misticismos.
Por tanto en lugar de menospreciar la oración comunitaria con la autosuficiencia de un espiritualismo exacerbado, o por medio de la búsqueda de una autenticidad personal a ultranza, sepamos entrar en la escuela del diálogo de Dios con los hombres, que es el oficio divino.
Sería una gran equivocación considerar el oficio divino como una especie de «autoservicio» de la oración, en el que cada uno tomaría aquello que pueda interesarle. Esto llevaría al individualismo destructor de la vida comunitaria.
El integrarse en el ritmo de la oración comunitaria es imprescindible para todo aquel que quiera ser monje de verdad.
El tercer dilema es contemplación o acción, o como sería empleando expresiones bíblicas: culto y misericordia.
El culto sin misericordia, se convierte en una simple obra del hombre, desvinculada de su propia raíz. Un culto y una misericordia aislados no son vida cristiana. La vida cristiana es el espíritu de Jesús en nosotros, que empuja a devolver al Padre todo lo que nos da y a comunicárselo a los hermanos por la misericordia. Constituyen los dos aspectos del mandamiento nuevo.
Frente a todos los dilemas, S. Benito nos recuerda constantemente: mantengámonos de tal manera en la salmodia, de modo que nuestra mente concuerde con nuestra voz.
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