Por tanto, tengamos siempre presente lo que dice el profeta:
«Servir al Señor con temor » (19,3)
La primera actitud que S. Benito señala como propia del que quiere recitar el oficio divino, está tomada de los salmos y es a la vez como una manifestación de que el servicio del monje es la obra de Dios, y en esta frase inculca el temor del Señor: «Servir al Señor con temor».(Sal 2,11)
No hay que tomar aquí temor en el sentido ordinario, es decir el sobrecogimiento de la criatura en presencia de Dios, sobrecogimiento acentuado por la conciencia de pecado que esta presencia descubre.
Este temor es el respeto profundísimo, único que constituye el fondo indispensable de toda actitud verdaderamente religiosa. El temor reverencial, reflejo normal de los creyentes ante la majestad divina, con la que se atreve a dialogar.
El temor en la Escritura es el equivalente práctico del sentido religioso de la piedad.
A los monjes que toman parte del Oficio, se les recomienda por lo tanto la actitud compleja y simple a la vez que se resume con la palabra reverencia, tan estimada por S. Benito. Claro que no es cualquier clase de reverencia, sino esa reverencia única debida solamente a Dios. Es la reverencia a la que hace referencia en el capítulo siguiente al tratar de la «reverencia» de la oración. También pide S. Benito esta reverencia cuando sales los monjes del oratorio cuando termina el oficio (c.52) o la que se tributa cuando se levantan de los asientos al cantar el Gloria Patri.
Esta reverencia o temor, ha de ser ante todo interno, como consecuencia del recuerdo de la presencia de Dios.
Este temor reverencial se traducirá internamente en sentimientos de adoración profunda, de confusión sincera y vigilancia atenta.
Adoración profunda ante el Dios tres veces santo que es nuestro todo, de quien todo lo hemos recibido.
Confusión profunda y sincera ante este Padre a quien hemos correspondido muchas veces a sus beneficios con ingratitud. Finalmente vigilancia para no apartar de nosotros, por nuestra negligencia, la misericordia que venimos a implorar. Para no ofender la mirada de este padre que ve hasta las más pequeñas falta y a quien un día daremos cuenta de cómo hemos recitado el Oficio en su alabanza.
Este respeto interno, del corazón, es el que mira a Dios ante todo y el que da valor a nuestros homenajes externos. Si existen el en el corazón estos sentimientos de temor reverencial, deben traducirse externamente en nuestra conducta, siguiendo fielmente todos los movimientos del coro, haremos las inclinaciones con gran respeto. No nos permitiremos disipación alguna, guardando cuidadosamente los sentidos para que no se aparten a las criaturas.
En un coro como el nuestro, de cara a los fieles, hemos de poner un cuidado particular en la vista. S. Bernardo da esta norma: «Estando en el coro no llevéis la vista más allá de donde se extienda la estatura de vuestro cuerpo. Así evitareis muchas divagaciones del espíritu».
Si el sentimiento de la presencia de Dios es necesario para conservar la modestia en nuestro cuerpo, esa modestia es a la vez indispensable para conservar el espíritu de recogimiento interior.
Esta reverencia se ha de manifestar también en el canto, que ha de ser sencillo y puro, que va derecho a Dios y cuya finalidad es ayudar a la oración. Tal fue el canto de nuestros Padres en tanto se mantuvieron el primitivo fervor. Más tarde cayeron en la afectación y molicie en el canto, sobre todo en la época barroca.
A un santo abad de nuestra Orden le fue revelado las tres cosas que desagradaban a Dios en la Orden de Cister en aquellos momentos: «La gran extensión de las posesiones, la suntuosidad de los edificios y la molicie del canto».
Vamos al coro ante todo para orar. Cantemos con fervor, exhorta S. Bernardo, a la vez con reverencia y ardor, no dejándonos llevar del sueño o la negligencia. Hagamos resonar con la boca y el corazón las palabras del Espíritu Santo.
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