116.- No codiciar. (4,6)

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La concupiscencia dice S. Pablo que es esa ley que habita en nosotros y que lucha sin cesar contra la ley del Espíritu.
Nacida del pecado original, sólo se alimenta del orgullo y de los placeres prohibidos, y sólo lleva al pecado. Por ello también S. Pablo la llama “el pecado que habita en nosotros”.
En efecto, la concupiscencia, origen de todos los pecados de acción, se hace ella misma pecado desde que  la acepta la voluntad.
El simple  deseo de la concupiscencia consentido, reviste toda la malicia  del acto cumplido. De aquí brota para nosotros un doble motivo para resistir a la concupiscencia. Ella  es pecado y origen de todo pecado.
Cediendo a los deseos de la concupiscencia, lejos de  apaciguarse  la hacemos más exigente y poderosa. Es por tanto cuestión de vida o muerte esta lucha.
Si vivimos  según la concupiscencia carnal, moriremos, dice S. Pablo. Si queremos vivir  es necesario someter la carne al Espíritu, dice  también s. Pablo.
Por las promesas del bautismo hemos renunciado a la triple concupiscencia, por los votos monásticos la hemos quitado sus armas, pero no ha muerto. Encontrará otras armas.
Mientras vivamos no dejará de querer turbar nuestra paz atacándonos. Así lo afirma también Santiago: ¿”De  donde proceden las guerras  y las discordias, las contiendas entre vosotros? ¿No es  de vuestras pasiones que luchan en vuestros miembros?
Todas luchas que sentimos en nuestro interior, vienen de la concupiscencia. Son ataques que no solamente  recibimos todos los días, sino  en todos los instantes.
Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, oímos su voz que pide o echa de menos, que se queja o murmura, que llora o se regocija. Hasta en las acciones más santas se presenta la concupiscencia  con seductores atractivos  y con discursos engañosos.
Es necesario una vigilancia y una resistencia continua, para no ceder a sus sugestiones. Esto le hacia exclamar a Pablo, ¡Oh infeliz de mí! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?
Para resistir necesitamos  la gracia del Espíritu Santo, como dice S. Pablo.: Si  mortificáis en vuestro espíritu las obras de la carne, viviréis.
Nosotros no somos capaces con nuestras propias fuerzas  de hacer frente a este  enemigo, pero con la gracia puede  resistir. El problema es que con frecuencia no se escucha la voz de la gracia y nuestro espíritu hace alianza con la concupiscencia.
El remedio nos lo ofrece el Señor por medio de una concupiscencia divina, que restablece poco  a poco al hombre en su estado primitivo, destruyendo la concupiscencia carnal y su obra de pecado.
S. Pablo llama a esta concupiscencia espiritual la Ley del espíritu de vida, que afirma, nos ha liberado de la ley del pecado y de la muerte.
Es en efecto una ley escrita en nuestros corazones, por el Espíritu Santo. Una ley de gracia y de caridad, y esta Ley es un principio de vida  porque al mismo  tiempo que nos descubre el bien que debemos hacer, el Espíritu santo nos comunica la gracia y nos inclina  a hacer el bien. He ahí nuestra salvación.
El que reciba esta ley del espíritu de vida, sentirá nacer poco a poco la divina concupiscencia del bien.  Y así como siguiendo la concupiscencia carnal, redoblamos sus fuerzas, del mismo modo, siguiendo la ley de la gracia, fortificamos en nosotros el espíritu de vida. Y si no podemos   en este mundo a hacer morir la concupiscencia carnal, al menos será cada vez más dominada y se sofocarán  más pronto sus inclinaciones.
Fortifiquemos en nosotros esta ley del Espíritu  por la oración que nos obtiene esta gracia y por la fidelidad  que aumenta esta misma gracia  y da el imperio sobre la carne.

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