Después (amar) al prójimo como a sí mismo. (4,2)
Estamos considerando este segundo instrumento, que tenemos que unirlo al primero, ya que estos dos instrumentos no se pueden separar en la vida ordinaria. Separar los amores, es dar muerte al amor.
Separar el amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a uno mismo, es no amar a nadie.
Tiene el amor la naturaleza del fuego, quema cuanto toca, pero a la vez, su movimiento es hacia arriba.
Quiero amarme. Nada tan natural y tan necesario. Quiero amarme a mí solo, para que todo el caudal de mi amor se emplee en mi provecho. Nada tan desatinado. Pues no puedo en realidad amarme si no es tal como soy, amarme de otra manera, sería amar una ficción.
Y yo soy hombre vinculado a los otros hombres y ligado a Dios. Vivo en el tejido de las relaciones humanas, y en una especial relación con Aquel que me crea sin cesar y su mano me sostiene.
No puedo estar presente a mi mismo si no es en la presencia de Dios y de los demás hombres. Soy un ser demasiado relativo para que un amor exclusivamente propio no acabara pronto aniquilándome.
No puedo amarme sin amar a Dios, lo mismo que un nonato, no puede querer el bien sin querer el bien de la madre en cuyo seno vive.
No puedo amarme sin amar a mi prójimo, igual que un siamés no `pede subsistir si da muerte a su hermano.
Ni soy capaz de amarme sin amar a Dios, ni amar a Dios sin amarme a mí mismo en El. Ni puedo tampoco amar a Dios sin amar al prójimo. Aquel amor me conduce a este amor, y no por extensión, sino por un proceso de profundización.
El camino inverso es igualmente válido. Para encontrarme plenamente a mí mismo en el amor, debo antes hallar ese TU del prójimo que me revela el YO que soy. Y ese TU inmediato y minúsculo y perecedero, me remite por fuerza al gran TU sustentador de Dios.
Por grande que sea el amor a Dios, deja sitio en el corazón para todos los demás amores. ¿Deja sitio, o más bien hace sitio? Deliciosamente el místico de Osuna dice que el amor de Dios es más ensanchador que ocupador, en la tercera parte del Abecedario Espiritual.
En la medida en que mi amor a los hombres se fortifica, van los ojos haciéndose cada vez más capaces de atravesar la carne opaca y zonas opacas del alma, hasta llegar a aquella cámara donde está el Señor.
¿Son tres amores, o más bien uno? Si amo a Dios y no amo a los hombres, miento. Si amo a los hombres y no amo a Dios, los corrompo. Si me amo y no amo a los hombres, me destruyo. Si me amo y no amo a Dios, me odio. Si amo a Dios y a los hombres, sin amarme a mi mismo, me incapacito para todo amor.
Los tres amores son indispensables para que mi alma refleje la vida de la Trinidad.
Mientras vivimos en la tierra, va nuestro amor detrás de nuestro conocimiento y está sujeto a las mismas servidumbres: Penetración incompleta y expresión defectuosa. Constate riesgo de introducir confusiones e inventar confusiones. Dolorosa tensión entre lo uno y lo múltiple.
Son tres amores distintos y un solo amor verdadero. Si dos seres humanos se aman, aman a Dios y son amados por El. Si son conscientes de la maravilla, viven en una gozosa certidumbre. En el amante ama a Dios, en el amado se ama a Dios. El que vive en el amor vive en Dios y Dios en El. (1 Jn. 4,16)
Elevándonos hasta su corazón, Dios ha querido unificar los objetivos de nuestro amor. Amamos siempre a Dios, directa o indirectamente, en sí mismo o en su don, y ha querido unificar nuestros amores, a Dios, al prójimo y a nosotros mismos, identificándolos con aquel amor que El se ama y nos ama.
Os daré un corazón de carne y pondré dentro de vosotros mi espíritu. Y al final de todo no habrá más que un solo Cristo amándose a sí mismo. (S. Agustín)
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