Ante todo, amar al Señor Dios con todo el corazón. (4,1)
En los días pasados, nos hemos detenido en la primera parte del enunciado de este instrumento,”Ante todo amar al Señor Dios” recordando algunos motivos que nos mueven a ello.
Hoy nos detenemos en la frase siguiente, en el cómo: con todo el corazón. ¿Qué se nos indica con esta frase?
Creo que sin entrar en profundidades exegéticas, podemos ver como el amor de Dios tiene que dominar todos nuestros afectos. O sea que no tenemos que amar a nadie tanto como a Dios. Este precepto del Deuteronomio y que Jesús en el evangelio ha puesto como cimiento de su seguimiento, es de un rigor absoluto. En el momento en que prefiramos una criatura a Dios o la comparemos con Dios, hemos fallado a su amor.
Ante la contemplación de tantos y tantos, que en todos los tiempos y lugares fallan en este punto, podemos aplicar las palabras de Jeremías: “Si se ha visto cosa semejante. Mi pueblo ha sustituido un ídolo a mi gloria. ¡Cielos asombraos, puertas del Cielo gemid bajo una intensa desolación!”
Si queremos reflejar correctamente en nuestra vida este ideal de vida cristiana, es preciso tener una determinación firme de no preferir nunca nuestro gusto a la gloria de Dios. Y esto en todas las circunstancias, y a cualquier precio, incluso hasta el sacrificio de la vida. Cuantos mártires nos ofrece la Iglesia como ejemplo y estímulo, que con la ayuda de la gracia, cumplieron en todos los tiempos el mandamiento del amor a Dios hasta la entrega de sus vidas.
Hemos de estar en guardia contra las sutilezas de nuestra imaginación, que nos lleva a creer que estamos dispuestos a dar la vida, cuando nadie nos la pide, pero no estamos dispuestos a dar el brazo a torcer, que es algo menos que dar la vida.
Sin esta disposición firme, nuestro amor a Dios no será más que una apariencia engañosa y un vano sentimentalismo.
Tenemos que amara todas las criaturas por Dios y en Dios. Son obra del amor de Dios, Dios las ama.
No obstante, no podemos conservar deliberadamente una afición desordenada a una criatura, ya que una disposición habitual desordenada, constituye un obstáculo de la gracia de Dios y paraliza o retarda el progreso espiritual. “El que no renuncia a todo, dice Jesús, no puede ser mi discípulo.”
S. Juan de la Cruz le expresó gráficamente cuando escribió: ¿Qué importa que el pájaro sea detenido por cable o por un hilo? Mientras permanezca atado, no podrá volar.
Nuestro corazón no puede ir a la vez hacia dos puntos opuestos: Dios y la nada. Un corazón dividido ya no tiene ni la misma fuerza ni el mismo entusiasmo.
Rotas las ligaduras voluntarias, ese corazón será libre y su necesidad de amar le hará volar hacia Dios.
El fiel cumplimento, día a día de este mandamiento que S. Benito ofrece como el primer instrumento de las buenas obras, nos llevará a purificar hasta nuestros afectos secretos. Toda nuestra vida monástica ha de ser un no dejarnos quedar prendidos en las redes de las criaturas. Cuanto más hagamos el vació en nosotros mismos, más nos llenará Dios, y en Dios encontraremos todas las criaturas, con un amor tal, que solo con la gracia de Dios se puede llegar.
Solo con la luz y la fuerza del Señor podremos descubrirlas y extirparlas. No siempre es fácil percibirlas, ya que el amor propio, el egoísmo, nos puede engañar. Pero estemos seguros que si somos fieles en la búsqueda, Dios no nos dejará sin luz.
Una manera de descubrir las afecciones desordenadas, es siguiendo el consejo de S. Bernardo, preguntarnos con frecuencia, cuales son los motivos de nuestras alegrías, de nuestras tristezas, de nuestros temores y de nuestros deseos.
Estos sentimientos interiores, nos podrán mostrar alguna afección, más o menos imperfecta. El amor puro vive en la calma interior. Busquemos los afectos que producen en nosotros la agitación y esforcémonos en romperlos sin dilación, apresurando así la llegada de aquel día que podamos decir con toda verdad: Dios mío, yo os amo con todo mi corazón. Solo Vos poseéis todos mis afectos.
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