127.- Castigar el cuerpo. 4,11

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A partir del instrumento 10 ya comentado, “negarse a si mismo para seguir a Cristo”, nos encontramos en pleno evangelio. Se inicia una nueva serie de instrumentos que abarca el 19 inclusive.
Tras la invitación a la propia abnegación  para ir en pos de Jesús  se recomienda  castigar el cuerpo, instrumento 11. Frase que los antiguos entendían espontáneamente referida al ayuno. Así lo enseña Casiano, S. Gregorio en el libro de los Morales. S. Benito lo explicitará en el instrumento 13, amar el ayuno.
S. Pablo refiere de si en  1 Cor, 9, 26-27: “Yo corro no como a la ventura, y ejerzo el pugilato, no como dando golpes al vació, sino que golpeo mi cuerpo, no sea  que habiendo proclamado  a los demás, resulte yo mismo descalificado.”
Si miramos este instrumento desde una visión meramente material y moderna, podemos sentir cierto rechazo.
Hoy se reprocha con frecuencia al cristianismo de  hostilidad contra el cuerpo, no es fácil rechazar  como infundados tales  reproches, al menos en lo que se refiere al pasado.
Existe ciertamente una historia de hostilidad cristiana contra el cuerpo. Mediante influencia de ideas platónicas y gnósticas se introdujo en el cristianismo primitivo una devaluación de la materia contra el espíritu, del cuerpo frente al alma inmortal. En las frases antes referidas de S. Pablo sirvieron de apoyo para este rechazo del cuerpo.
La aceptación del propio cuerpo como un don de Dios implica la disposición de comportarse con él de un modo responsable.
La aceptación cristiana de la corporeidad es legítima en última instancia, por estar referida a la encarnación de Jesucristo. Puesto que Cristo se hizo carne, puede el hombre alegrarse de su corporeidad.
Pero siempre se ha considerado como parte de la ascesis cristiana que en última instancia no es otra cosa que un ejercicio de amor. A lo que se oriente  este instrumento, es a morir con Cristo a todo lo que se oponga al amor, para vivir con El  y dar con El vida al mundo.
Además de la invitación al ayuno que es su primera orientación, podemos ver aquí una  llamada a la mortificación en general que tenemos que imponernos, negándonos todo placer prohibido, mortificación absolutamente necesaria a todo cristiano. Pero para estar en disposición de hacerlo con prontitud y facilidad, es preciso que sepamos negarnos también aquellos gustos no prohibidos, pero que ayudan a fortalecer la voluntad.
El amor nos tiene que llevar a portarnos de tal manera que no  nos dejemos llevar por el capricho, sino ver la necesidad, utilidad, y las verdaderas conveniencias.
Debemos  estar sobre aviso para no dejarnos llevar de ese espíritu materialista que evita hasta la menor molestia. El P. Juan de la Cruz, austero monje de S. Isidro y que en dos ocasiones fue superior de la comunidad de la Oliva, decía que algunos monjes parece que quieren comprobar cuanto puede vivir un monje bien cuidado.
En todo ha de brillar  la prudencia, la moderación y sobre todo el amor, que nos lleva a unirnos a Jesús en su Pasión, por la compasión que supone llevar parte de su cruz.
Las penitencias más saludables para afligirnos son aquella que vienen directamente del Señor, para aceptarlas paciente y silenciosamente. Así la enfermedad, el dolor, el frió o el calor… Todo lo que la Providencia nos envía. No que no tengamos que poner remedio, sino que puestos  los convenientes remedios, dejarnos plenamente en las manos del Señor.
La observancia de nuestras costumbres y reglas como las vigilias, la abstinencia, la disciplina regular, el silencio, la vida común, la pobreza de los alimentos, son ocasión de unirnos con la voluntad de Dios.

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