Seguir a Jesús, es obedecerle, imitarle, y sobre todo amarle. Tres cosas que no podemos hacer normalmente sin la renuncia a nosotros mismos, a nuestras inclinaciones naturales.
Cuando se habla de renuncia, y encontramos que el evangelio habla claramente de ella, son las palabras de Jesús las que nos trasmite, hay un peligro de desenfoque. Da la impresión en algunos comentarios sobre la renuncia, que Jesús es enemigo de nuestra felicidad.
Pero precisamente, el fin de la renuncia es mejor poder seguirle para ser verdadera y plenamente felices. Así lo manifiesta las parábolas de el tesoro escondido y de la piedra preciosa. Venden todo CONTENTOS.
Por la renuncia quitamos todo aquello que nos impide ser como Jesús, hijos del Padre, todo lo que sea un obstáculo a la verdadera felicidad.
La Iglesia es una comunidad de convertidos. La conversión que se expresa en el bautismo, e implica una renuncia a la autosuficiencia en cualquiera de sus manifestaciones y un proyecto de seguimiento de Jesús.
Para todo cristiano, la renuncia es como la otra cara del seguimiento. Pero la renuncia pertenece de modo particular a la esencia de la vida religiosa.
En la exhortación apostólica “Redentionis donum” de Juan-Pablo II, se dice explícitamente como la cruz es condición para seguir las huellas del Señor. Jesús se lo decía a todos sus oyentes, porque pertenece a la esencia de la vocación cristiana, pero de una manera particular está unida a la profesión de los consejos evangélicos.
El concilio Vaticano II dice en la PC 5: “recuerden ante todo los miembros de cualquier instituto, que por la profesión de los consejos evangélicos, respondieron a un llamamiento divino, de modo que no solo muertos al pecado, sino también renunciando al mundo, viven únicamente para Dios”.
Vivir únicamente para Dios, haciendo de El lo único necesario, sacrificar todo y tenerlo por basura con tal de ganar a Cristo, estar polarizado por el Reino donde se ha encontrado la perla preciosa y el tesoro escondido, por lo que vale la pena vender cuanto se tiene.
Esta es la motivación principal de la vida religiosa, como motivación de amor y triunfo de la gratuidad.
La vocación genuina es algo muy parecido al amor. Es una pasión de amor. Es por tanto una pasión que tiene las características del amor, a saber, la exclusividad en el objeto amado, y el desinterés absoluto en servirlo.
Pero esto acarrea de alguna manera participar del bautismo con el que tenía que ser bautizado el Maestro, y la locura de la cruz, que como fuente de sabiduría es la prueba del amor más grande.
Veamos algunos datos históricos. La tradición de la Iglesia, tenemos que recordarlo, nos ofrece desde sus orígenes ese testimonio claro de una búsqueda incesante de Dios, de un amor único e indiviso por Cristo, de una dedicación absoluta al crecimiento del reino.
“Desde los primeros siglos, el Espíritu Santo, junto a la heroica confesión de los mártires, ha suscitado la maravillosa firmeza de los discípulos, de las vírgenes, de los eremitas, de los anacoretas. Lo cual fue como un alborear de la vida religiosa.” (ET 3)
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