200.-Oración frecuente

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Postrarse con frecuencia para orar, (4,56)

Con distintas palabras pero con el mismo contenido es el “ocuparse  con frecuencia a  en  la oración”
En la redacción de este instrumento  S. Benito ha tenido en la mente una carta de S. Jerónimo, y sobre todo la conferencia 9 de Casiano.
Al final de esta colación, Casiano dice, que debemos orar con frecuencia, pero con brevedad, porque  si prolongamos la oración corremos el peligro que el enemigo, que nos espía de continuo, introduzca en  nuestra mente alguna distracción.
Este es el sacrificio verdadero, ya que el sacrificio grato a Dios es un corazón  contrito, esta es la oblación saludable, el sacrificio de alabanza.
Si presentamos a Dios con el fervor e intención debidas, podremos tener la plena seguridad  de ser atendidos. “Sea mi oración como incienso ante ti. El alzar de mis manos  como oblación de la tarde.”
En la Colación siguiente, la décima, expone  como ha de ser la  oración continua. A primera vista parece que está en contradicción con lo anterior, ya que decía que la oración tendría que ser frecuente, pero breve. Y a renglón seguido nos conduce a la oración continua.
Ofrece los medios  para llegar a un continuo recuerdo de Dios. Para ello hay que buscar algo que llene la mente y nos lleva a pensar en Díos.  Luego hay que buscar los medios para fijar esta idea, u objeto de meditación  para entretenernos en ella constantemente.
Por eso preguntan al abad Isaac cual sea la manera  de mantener la presencia de Dios y teniendo este pensamiento siempre ante los ojos, si nos distraemos, tengamos  enseguida el camino para rectificarlo. Así poderla asir de nuevo, sin perder el tiempo  en inútiles rodeaos.  Porque sucede a veces que después de estar largo tiempo divagando y como perdidos en la oración, intentamos volver  como de un profundo sopor, despertando de nuestro sueño. Entonces pretendemos recobrar el recuerdo  de Dios que estaba ya  ahogado en nosotros.
Pero el gran esfuerzo que esto supone, nos fatiga  y antes de que  hayamos recuperado el pensamiento,  la atención flaquea sumiéndonos en la disipación y el olvido.
Nuestro espiritu no ha podido replegarse  dentro de sí ni recibir una sola idea sobrenatural. Es evidente que si caemos en esta situación, es porque no tenemos  nada en concreto, una formula concreta, que nos  ofrezca como un objetivo fijo, de modo que podamos prontamente traer y centrar en este objetivo  nuestro espíritu.  O sea algo que sea capaz de hacerle salir de esa fugacidad que engendra la distracción y que nos ha llevado largo tiempo como a la deriva. Y así como anclarse seguro en el puerto de la paz.
Así sucede que el alma, sumida entre dificultades y obstáculos anda errabunda y como en una  embriaguez continua. Discurre sin brújula, de un pensamiento a otro. Y si un pensamiento espiritual llega, es más bien por azar que por el propio esfuerzo, se siente incapaz de retenerlo por mucho tiempo.
Es que las ideas se suceden unas a otras como en un perpetuo flujo y reflujo, aceptándolas todas sin seleccionarlas.
Si  queremos que el pensamiento de Dios more sin cesar en nosotros, tenemos que proponer continuamente  a la mirada interior esa fórmula de devoción “Dios mío, ven en mi auxilio, apresúrate Señor a socorrerme”.
Con razón  ha sido preferido este versículo a cualquiera otro de la Escritura. Contiene todos los sentimientos que puede tener la naturaleza humana. Se adapta a  todos los estados, y ayuda a mantenerse firmes ante las tentaciones que puedan presentarse.
Entraña  una invocación hecha a Dios para sortear los peligros, la humildad de  una sincera confesión, la vigilancia de un alma siempre  alerta, penetrada de un temor perseverante. La consideración de la propia fragilidad. Hace brotar la esperanza consoladora de ser atendidos, una fe ciega en la bondad divina, siempre pronta a socorrernos.
Quien recorre sin cesar a su protector,  tiene la seguridad  de que  le asiste a todas horas. Viene a ser  como la voz de la caridad acendrada. Es como la exclamación del alma que mira con temer las acechanzas que le rodean, que tiembla ante los enemigos que le asedian día y noche, y sabe que  no puede librarse sin el auxilio de Aquel a quien invoca.
El que vive  dominado por  la acedia, la aflicción de espíritu, tristeza o abrumado por algún otro pensamiento, encuentra  en estas palabras un remedio saludable.
 

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