En realidad dudo que S. Benito, al ofrecernos este instrumento, le concedía esta dimensión un tanto profunda que le estoy dando en este comentario. Pero me da pie para seguir comentándolo.
Esta vigilancia o examen que quiere encontrar en todo momento en la vida del monje, en realidad no se trata de un esfuerzo de perfeccionamiento personal o moral. Se trata más bien de una experiencia de fe de los movimientos que emplea el Espíritu Santo para acercarse a nosotros y llamarnos al seguimiento de Cristo.
Es evidente que este crecimiento exige tiempo, pero esta atención, entendida como apertura al Espíritu nos renueva y nos enraíza más en nuestra propia identidad.
Esta vigilancia adquiere su verdadero valor, cuando llega a ser una experiencia cotidiana de confrontación y renovación de la propia identidad. Es estar atento a percibir la manera como Cristo me está llamando delicadamente a profundizar y desarrollar mi vocación específica.
Entendido esto así, el examen, o sea esa vigilancia continua, es un tiempo de oración. No una reflexión vacía, ni una introspección. Es una oración en la que repasamos a través de la memoria del corazón y bajo la mirada del Padre, la película de nuestro vivir diario.
En esta oración pedimos al Padre que nos revele, al ritmo que guste, la ordenación de toda nuestra vida en Cristo. El espíritu de Jesús resucitado nos hace capaces de sentir y escuchar esta interpelación. Aquí está la verdadera razón y raíz del silencio interior, cuya señal será el exterior. ¿Cómo poder escuchar esta voz suave en medio del ruido?
El trabajo en esta vigilancia continua, que llamamos examen, es sentir e identificar esta invitación íntimas del Señor que cada día nos lleva a una adhesión a Cristo más profunda. La vigilancia o examen es ante todo oración.
Pero vamos más lejos. Sin este examen, la oración de cada día, aun la intensa y prolongada puede estar aislada del resto de la vida, y no será el camino de encontrar a Dios en la vida real en todas las cosas. Así se puede dar el caso de un monje que ore mucho, pero no perciben lo que Dios les pide en cada momento. La oración no hace mella en su existencia.
La vigilancia de cada momento tiende a acoger la acción de Dios en nuestra vida. Quiere ayudarnos a sentir la presencia activa de la Sma. Trinidad en lo más profundo de nuestro ser y en nuestra vida. El estar atentos, vigilantes en todo momento, favorece a la vida de oración y a la acción. Tiende a formar un corazón que discierne, activo, no durante un tiempo determinado, sino en todo momento.
Llevando esto a la práctica, de una manera continua, poco a poco el discernimiento espiritual se convertirá en un movimiento natural del corazón Un recuerdo constante y purificante del Señor Jesús, en el corazón de nuestra vida.
Estamos hablando de un don del Señor, el más importante quizás en la vida del monje. Así lo expresaba D. Gabriel Sortais. Por tanto hay que pedirlo incesantemente, pero también cuidar su desarrollo en el corazón.
Entendido este instrumento en este sentido profundo, es una pieza maestra en nuestra vida espiritual, tan importante como la oración, por la sencilla razón de que convierte toda la vida en oración.
Puede uno verse privado de la oración prolongada, de la Eucaristía, de otros medios de vida espiritual, pero nunca estaremos dispensados de unirnos a Dios durante todo el día. Esto es lo que los monjes antiguos, siguiendo a Casiano, llamaban la vigilancia y la guarda del corazón.
El nombre de Jesús repetido e invocado amorosamente es la manera de vivir esta actitud de vigilancia a lo largo de la jornada.
“Este nombre dulcísimo brilla cuando se publica; alimenta cuando se rumia, y unge y mitiga los males cuando se le invoca.
¿No os sentís fortificados tantas cuantas veces os acordáis de El? ¿Qué cosa hay que pueda nutrir tanto es espíritu de quien en El medita? ¿Qué otra cosa repara más las fuerzas perdidas, hace las virtudes más varoniles, fomenta las buenas y laudables costumbres y mantiene las inclinaciones castas y honestas?” (S. Bernardo)
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