Vigilar a todas horas la propia conducta. (4,48)
Para que podamos llevar a la práctica este instrumento en todo su valor espiritual, no meramente un discernimiento entre lo bueno y lo malo, necesitamos una presencia especial del Espíritu Santo. Esa presencia que se pide en la secuencia cuando decimos: Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos.
La acción del Espíritu se acomoda en nosotros de tal manera a los entornos de la vida ordinaria, que se corre el peligro de pasar a su lado sin darnos cuenta.
La luz del Espíritu penetra tan profundamente en el corazón que necesitamos una sensibilidad especial para detectarla. S. Pablo dice a los cristianos de Filipos:”Que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y en todo discernimiento para que podáis aquilatar lo mejor para ser puros “(Fil. 1,9-10)
Se trata de una especial sensibilidad que se desarrolla en el alma y permite seguir las huellas del Espíritu para secundarlo, como un perro sigue el rastro de la caza.
En la tradición espiritual este “olfato”, se llama discernimiento espiritual. Para poder llegar a él, es por lo que S. Benito quiere que estemos en todo momento atentos a la propia conciencia.
Después del concilio, se ha hablado mucho de discernimiento, tanto en la vida religiosa como en la pastoral. Vivimos en unos momentos en que los problemas no se pueden afrontar por medio de una sabiduría operante ni por el principio de la “estrella polar”.
Solo en una oración diaria intensa nos podemos dar cuenta del trabajo que está haciendo Dios en el alma. Es en otros términos una toma de conciencia espiritual, una atención activa para conocer lo que hace el Espíritu en nuestra alma.
A esto lo llama también S. Ignacio examen de conciencia, que no tiene nada que ver con la realidad que entendemos habitualmente bajo este nombre. Para muchos el examen está sobre todo ligado a la vida moral. Su principal objetivo es la buena o mala calidad de las acciones de cada día.
Sin excluir esta resonancia moral, que es secundaria, el examen del que habla S. Ignacio tiene un significado totalmente diferente. No se trata de un análisis de uno mismo, sino de un diálogo con Dios, en el que se recibe la gracia para conocerse, y velar en todos los instantes sobre la propia conducta. Es vivir y estar como sumergidos en una oración intensa por la que se pide al Espíritu que penetre hasta lo más profundo del corazón.
Para muchos, el discernimiento consiste en sentarse en una mesa y discutir. Y también con frecuencia decimos: hay que reflexionar. Pero ni la palabrería ni la reflexión son camino por sí solas. La reflexión puede ser una huida hacia lo imaginario, mientras que la oración es un encuentro con Cristo, es una vuelta a la realidad.
Vemos en el evangelio, que cuando Jesús en algunas ocasiones no percibe con claridad la voluntad del Padre, se sube al monte a orar y obliga también a hacerlo a sus discípulos. Y es que el discernimiento espiritual tiene que ir envuelto en un clima de oración. Así es como podremos llegar a conocer lo que Dios obra y quiere de nosotros. Esta fue la actitud de la Virgen.”Maria guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón”.
El estar velando en todo instante sobre la propia conducta, no tiene como fin principal la calidad moral de las acciones buenas o malas, sino la manera como el Señor, nos toca, nos mueve y nos conduce.
Esto es más importante que la simple calificación de los actos en buenos o malos. Lo esencial es mantenerse al nivel de profundidad del corazón. Pero como no siempre estamos bajo la acción del Espíritu, no nos damos cuenta de lo que nos mueve en cada instante. Es preciso que dejemos descansar el corazón en un gran silencio. Y poco a poco irán surgiendo en la conciencia los verdaderos motivos de nuestras acciones
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