¿Qué falta moral supone la mentira? Los priscilianistas (Siglo V) Los flagelantes (XII al XVI) y también los protestantes en general, sostienen la legitimidad de la mentira, con la condición de que no sea nociva.
En la Biblia, en el AT encontramos sentencias claramente condenatorias de la mentira. Sab 1,11: Prov. 12,22. Sobre todo en el Levítico 19,11. En Proverbios 30,8 manda evitarla con extremo rigor. El autor del Eclesiástico 7,14 prohíbe decir mentiras de cualquier especie.
En el NT además de presentar el ejemplo de la rectitud lineal y perfecta, la sinceridad de Jesús, condena la mentira de modo más radical hasta tal punto que los seguidores de Jesús deben ser tan amantes de la verdad que se les pudiera creer inmediatamente, sin necesidad de juramento alguno (Mat 5,36-37) Se exalta la sinceridad como la síntesis de todas las virtudes, hasta tal punto de que obrar la verdad es hacer el bien. La mentira por el contrario es obra del demonio, que es mentiroso desde el principio y padre de la mentira.
S. Pablo basa la obligación de la sinceridad y la condenación de la mentira sobre el motivo teológico de la doctrina del cuerpo místico. “Renunciando a la mentira, hablad la verdad cada uno con su prójimo porque somos miembros los unos de los otros” Ef., 4,25. Y lo mismo en Col 3,9-10. S. Juan en el Apocalipsis pone a los mentirosos en el horno ardiente de fuego. 21,27: 22,15. Por el contrariio, el cortejo del cordero, en el cielo, está formado por aquellos en cuya boca jamás se halló mentira. (14, 5.)
En el libro de los Hechos se narra el severo castigo infringido por Dios a Ananías y Safira por mentir a S. Pedro. (5,1-11)
En el pensamiento de los Padres encontramos una abrumadora mayoría a favor de la ilicitud de la mentira. No podía ser de otro modo, ante el pensamiento tan nítido y enérgico de la Sda. Escritura, sobre todo considerando el Evangelio que es la ley de la sinceridad y rectitud en oposición a toda hipocresía y falsedad.
Cierto que algunos Padres de tendencia moderada, admiten que en algunos casos graves y excepcionales, la mentira puede ser lícita, como para no violar un secreto o evitar un grave daño al prójimo. Así Clemente de Alejandría, Orígenes, S. Juan Crisóstomo, y en occidente S. Hilario y Casiano. Pero aún estos apelan siempre al ideal evangélico de la lealtad y rectitud.
Aparte de estas excepciones que circuncriben la licitud de la mentira a los casos difíciles, casi la totalidad de los Padres y moralistas toman una posición intransigente. El representante más autorizado de esta posición severa es S. Agustín. En el tratado contra la mentira, demuestra que es intrínsecamente mala, como la fornicación y la blasfemia. Desde el momento que nuestro entendimiento desea con toda la fuerza la verdad y en que las palabras tienen la finalidad de comunicar el pensamiento, no de engañar, la mentira es ilícita en cuento se opone a la verdad. Tiene una malicia intrínseca, que no puede legitimar ni siquiera por un fin bueno, aunque este podría disminuir la culpa.
Esta doctrina intransigente ha pasado a toda la tradición católica posterior, que está concorde en declarar la malicia intrínseca de toda mentira.
Los teólogos se han preguntado la razón porque es intrínsecamente mala. La inmensa mayoría contestan en la línea de la doctrina agustiniana. Dada la tendencia fundamental del hombre a la verdad, que en la vida social se comunica con la palabra, tiene que haber una correspondecia natural entre la palabra y el pensamiento. Viviendo con otros en comunión de vida, el hombre debe manifestar la verdad so pena de infringir un golpe mortal a la convivencia social.
No obstante B. Härig dice que con frecuencia la jocosa no mira sino a divertir. En tal caso, si en todo el discurso trasluce nítidamente la verdad, no se podrá hablar de mentira. Un discurso hay que tomarlo en su contexto, sin mutilaciones arbitrarias. Así la mayor parte de las mentiras jocosas nada tiene que ver con la mentira propia y auténtica.
Por tanto la Escritura, la tradición, el pensamiento de los teólogos, el sentido común de los hombres, concuerda en condenar sin equívocos el pecado funesto de la mentira.
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