148.-Decir la verdad con el corazón y los labios. (4,28)

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El problema de la sinceridad y de la mentira ha gozado siempre de una importancia excepcional, como puede deducirse  del amplio espacio  que ha ocupado en los Padres, en los teólogos  y los estudiosos de diversas tendencias.
Hoy ha asumido una proporción alarmante, pues la falta de  sinceridad se ha difundido enormemente. No solo se ultraja a la verdad con engaños y astucias de todo género, tanto en las conversaciones ordinarias, como en los asuntos graves. Se la ultraja  así mismo por medio de la prensa y medios de comunicación social, orientados con frecuencia a doblegar  la opinión pública hacia una idea, sin rehuir  las burlas adulaciones o acusaciones más temerarias.
En una vida de comunidad  la falta de verdad es un elemento gravemente destructor  de la mutua confianza. Y el ambiente de mentira que rodea como una atmósfera al monasterio, puede influenciar y no dar importancia a este mal.
La mayor parte de los moralistas han seguido siempre el pensamiento de S. Agustín y Sto. Tomás, definiendo la mentira como  “un lenguaje contrario al propio pensamiento, con la voluntad de engañar”. De hecho, la voluntad de engañar es  la que hace condenable el lenguaje contrario al pensamiento.
Hay otra definición de la mentira, que dice: “la mentira es rehusar la verdad debida.”. Por consiguiente  si en la situación concreta en que se encuentra una persona, el interlocutor no tiene derecho a conocer la verdad, se puede decir una cosa  por otra sin incurrir en mentira.
La razón formal de la mentira, según esta teoría, es la lesión del derecho ajeno a conocer la verdad, mientras que si no existe este derecho, se trata solo de  un falsiloquio.
Esta  teoría que proviene de Grofio, jurista holandés del siglo XVII, se difundió ampliamente en el ámbito protestante, ganando  terreno incluso en moralistas católicos.
Hay varias especies de mentira que determinan su gravedad. Se puede mirar de dos modos, según la intención del mentiroso, y según su gravedad.
Siguiendo a S. Agustín  y a Sto. Tomás, se fijan  más que en la mentira  misma, en la intención del mentiroso.
Según esta clasificación la mentira puede ser jocosa, cuando se busca la diversión. Oficiosa cuando se dice  por miras profesionales, para hacer un servicio al prójimo o precaverle de un mal y nociva cuando lo que se pretende es hacer un mal al prójimo.
Si se considera por el grado de culpabilidad se divide en ocho grados. S. Agustín los enumera en grado descendente. El más grave se refiere al campo religioso, el católico que finge no serlo para salvar su vida. La mentira que daña al prójimo, sin que sea compensado con algún tipo de bien proporcionado. En tercer lugar la mentira dañosa y útil al mismo tiempo, el cuarto la mentira que se  pronuncia sin otra intención que la de engañar, Después le sigue la mentira dicha por placer o interés, la dicha  para obtener un bien o evitar un mal al prójimo, o para salvar la vida (sétimo grado), o para preservarlo del pecado. (Octavo grado)
Como se ve tenemos una escala descendente que sin negar en ningún momento la malicia intrínseca  de la mentira, va de lo más grave que es la mentira contra Dios y la religión, al grado ínfimo, que es la mentira útil a la virtud. 

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