Los ayunos fueron causa de dificultades en el Capitulo General para la unión de las Congregaciones Trapenses en 1892. Mientras unos monasterios seguían con todo rigor los primitivos ayunos del Cister, otros los habían moderado convencidos como lo estaba el mismo Rance, que superaban las fuerzas de la mayoría.
Ante esta dificultad, León XIII intervino recordando el principio también de S. Benito, de que el abad disponga las cosas de tal modo que los fuertes deseen hacer más y los débiles no se acobarden. Por tanto dispuso que se acomodase la Orden a las normas de la Iglesia Universal. No obstante esto, nos será provechoso reflexionar sobre la importancia que daban al ayuno los Padres del monacato.
Empezando por nuestro Señor que ha querido darnos un ejemplo de este género de penitencia, impuesto ya por Dios en el A.T. y practicado por sus santos. El evangelio narra el ayuno de Jesús durante cuarenta días en el desierto, aunque no nos habla de los otros ayunos que de seguro practicaría el Señor durante su vida de treinta años.
El ayuno era la penitencia preferida por los antiguos solitarios, y ha quedado como la penitencia más importante de las ordenes contemplativas. Todos los fundadores de Órdenes monásticas lo han establecido como base de su vida austera, y S. Benito en su Regla señala como días de ayuno, las dos terceras partes del año.
Esto puede servirnos de motivo para acrecentar nuestra estima y amor al ayuno, viendo el modo con el que podemos practicarlo considerando nuestras facultades.
El ayuno ha sido considerado por la tradición monástica como un bien precioso, que produce efectos muy saludables, por lo que los santos lo han amado tanto.
El ayuno nos hace fuertes contra el demonio, según lo atestigua Jesús: este género de demonios no se arroja, si no es por el ayuno y la oración.
El ayuno, dice S. Ambrosio, es un muro inexpugnable al demonio, infranqueable al enemigo ¿Qué cristiano ha sido vencido ayunando? El diablo ataca al borracho y al lujurioso, pero desde que percibe el ayuno, huye, teme, tiembla, palidece aterrorizado por el cuerpo que ha debilitado el ayuno.
El ayuno nos hace fuertes contra la concupiscencia, calma la impureza de los sentidos, dice S. Atanasio. Disipa las malas inclinaciones, purifica nuestros corazones, santifica nuestros cuerpos.
Sin el ayuno y la templanza, dice S. Juan Crisóstomo no tendrá base la castidad, pero con el ayuno tendrá y recibirá su recompensa.
Finalmente, el ayuno nos libra de alguna manera, del peso de nuestro cuerpo terrestre. Da esplendor a nuestras almas y las hace dignas de acercarse a Dios, dice S. Atanasio.
Si ayunamos gimiendo, o porque así lo manda la Regla, o porque así lo hacen los demás y no queda más remedio, ¿Qué mérito tendrá delante de Dios, qué frutos saludables podrán producir estos ayunos?
En el ayuno como en toda austeridad no es el acto en sí mismo, cuanto el amor que lo inspira, es lo que le da valor.
Por esto S. Benito nos dice “amar el ayuno”. Amar el ayuno no es entregarse a excesivas abstinencias, que el lugar de fortificar nuestra alma, arruinarían a la vez alma y cuerpo.
Amar el ayuno es abrazarse con las privaciones con ánimo generoso, es huir de las dispensas que no sean realmente necesarias. Es hacer lo poco que está mandado, con una voluntad generosa, con el sentimiento de no poder emprender los rigurosos ayunos de los santos. Y sobre todo tener el deseo de obtener los frutos del ayuno, es decir, desprender nuestra alma de las cosas materiales y hacerla más fuerte contra sus enemigos. Unirlas más fácil e íntimamente a Dios. Entendido esto así, los mismos enfermos y débiles pueden practicar este instrumento de amar el ayuno.
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