Obedecer en todo a los preceptos del abad, aunque, lo que Dios no permita, obre él de otra manera, acordándose de aquel precepto del Señor: Haced lo que os dicen y no hagáis lo que ellos hacen. (4,60)
La obediencia a los superiores no es una obligación exclusiva del monje. Es una obligación de todo hombre que viva en sociedad, S. Pedro decía a los esclavos que tenían que obedecer a sus amor no solo a los que son buenos y tratables, sino también a los que no son razonables.(2 P.2,18) Y S. Pablo se dirige a todos : obedeced a vuestros superiores y estarlos sometidos. Para excitarnos a esta obediencia, S Pablo expone tres poderosos motivos. En primer lugar porque tiene la responsabilidad de nuestras almas. En segundo lugar porque no tenemos que hacerles la carga más pesada, obligándoles a gemir por nuestra resistencia. Y en tercer lugar porque la desobediencia solo proporciona disgustos, por eso dice, esto (la desobediencia) no os conviene a vosotros.
Los religiosos tenemos un motivo más y es que nuestra voluntad está consagrada a Dios, de tal manera que se puede llegara pecar gravemente, incluso aunque la materia sea leve, si la desobediencia está marcada por un desprecio a la autoridad.
Cierto que para que se de una falta grave contra la obediencia, se necesitan dos cosas: una verdadera orden y que sea según la regla. Nada se puede imponer sobre la Regla y menos aún contra la Regla.
Como se ve, el campo es inmenso, como el Evangelio. Pues aunque todas nuestras normas monásticas no se encuentran textualmente en el evangelio, todas son según el evangelio.
De hecho, el religioso ha de obedecer siempre, mientras no vea en lo mandado un pecado evidente. Dios no nos pedirá cuenta de las ordenes recibidas, sino de nuestra obediencia a estas órdenes. Oficialmente así lo ha reconocido la Iglesia respecto a la liturgia.
El religioso débil en la fe, se deja impresionar fácilmente por los malos ejemplos que puede recibir de sus superiores y encuentra por ello difícil la obediencia. Sobre todo si observa que el que manda no hace lo que dice.
El monje que actúa con criterios sobrenaturales, no tiene dificultad en distinguir las obras de los mandatos. Por una parte no vigila maliciosamente al superior y encuentra excusa de aquellas cosas que no le agradan en su comportamiento. Y si llega a advertir una obra manifiestamente mala, no sólo no lo imita, sino se mantiene en su deber, ya que partiendo de arriba, el ejemplo es más contagioso.
Los fariseos y escribas, según el testimonio de Jesús tenían muchos defectos, y sin embargo no cesó de recomendar la obediencia a sus órdenes porque estaban sentados en la cátedra de Moisés.
No obedecemos a los superiores por las virtudes que puedan tener, sino por su carácter de mandatarios de Dios. Sea Pedro o Judas el que bautiza, siempre es Cristo quien bautiza por sus manos y el que da la gracia bautismal dice S. Agustín.
Lo mismo sucede con la obediencia. El que sea un gran santo o un pecador el que da las órdenes, es Cristo el que a través del legítimo superior manda y el que une su gracia al mandato.
El comentario de este instrumento, podía dar ocasión a unas reflexiones sobre el voto de obediencia, tal como lo ha expuesto el Vat. II pero lo dejaremos para cuando comentemos el capítulo de la obediencia.
Si observamos atentamente, los instrumentos que aparecen en esta segunda parte del capitulo 4º están más desarrollados en capítulos posteriores de la Regla. En este capítulo tenemos como una recopilación de enunciados de ascética monástica.
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