6.- Escucha, hijo estos preceptos de un maestro, aguza el oído de tu corazón, acoge con gusto esta exhortación de un padre entrañable y ponla en práctica ( Pro. 1)
El modo de iniciarse la RB tiene una gran fuerza expresiva, un matiz de cordialidad. Es como un eco de algunas sentencias del libro de los Proverbios.”Haz caso de mis palabras, presta oído a mis consejos” (4, 20) “Hijo mío, haz caso de mi experiencia, presta oído a mi inteligencia, (5,1)
Los antiguos monjes sentían predilección por estas formas directas, entrañables, que crean inmediatamente un clima de intimidad entre maestro y discípulo, clima propio para las confidencias de corazón a corazón. “Escucha hijo mío, se juicioso, acepta la doctrina, pues hay dos caminos” Así empieza una catequesis de S. Pacomio. Y S. Jerónimo en la carta más famosa de su epistolario, dice a su discípula Eustaquio, la aplica el sal. 44. “Escucha hija, mira, inclina tu oído, olvida tu pueblo y la casa paterna. El rey codicia tu hermosura”
S. Benito exhorta a su hijo a escuchar con el oído de su corazón. Nótese el sentido de intimidad, y se apropia los nombres de maestro y de padre entrañable. Nótese el matiz de ternura. Del maestro proceden los preceptos, del padre bondadoso las exhortaciones. Estos dos conceptos abarcan todo el conjunto de la RB.
La invitación a escuchar va seguida de una orden terminante, cosa muy propia de un hombre práctico según Jesucristo: “ponlas en práctica”. No solo hay que escuchar, sino también poner por obra lo que se ha escuchado. Es preciso abrirnos a la palabra, para después ponerla en práctica.
Para poder escuchar debidamente, es preciso poner silencio a las criaturas, cuyas voces confusas, acogidas y mal comprendidas por nuestros sentidos, nos llenan de agitación, ilusiones, fantasmas de la vanidad. (Sentido de la clausura, soledad)
Escuchar, podemos decir que equivale a meditar las cosas oídas a la luz de la fe y que a la vez nos recuerdan nuestras obligaciones. Es dejar entrar dentro de nosotros mismos la palabra. Ver lo que obra en nuestro corazón, hacernos cargo de los desordenes que pueden reinar en él, y del orden que debemos establecer.
Escuchar al padre y maestro que en nombre de Dios nos habla su propio lenguaje, descubriéndonos la verdad, mostrándonos las criaturas tal como él las ve y por consiguiente tales como son en sí mismas. Escuchar a Dios que nos habla por sus criaturas o por medio de la Escritura o por una luz interior. Nos recuerda su bondad, su justicia, su misericordia y todos los beneficios de su bondad.
Podemos y debemos estar a su escucha a cualquier hora del día y permanecer en su escucha atentamente. ¿No será acaso despreciar al Señor el cerrar nuestros oídos a su voz y caminar bajo el impulso de nuestros instintos naturales?. En ello va no solo el honor de Dios, sino también nuestros propios intereses. Si no le escuchamos, estamos expuestos a pasar la vida en la ilusión y la mentira.
Para esta escucha no tenemos que fatigar la cabeza buscando luces extraordinarias, querer descubrir nuevos horizontes. Escuchemos sencillamente a Dios, pues su palabra es siempre viva. Continuamente nos habla por los más variados medios.
Si bien escuchamos, no nos dice generalidades, que convienen a todos. Sino que a cada uno le habla en el lenguaje que más le conviene y del que tiene necesidad.
Debemos hacer nuestra la postura del niño Samuel:”habla Señor, que vuestro siervo escucha”. No es la falta de inteligencia, sino la falta de sencillez, de humildad, de confianza, de generosidad, lo que nos hace difícil el escuchar.
Para poder escuchar es necesario hacer silencio en nosotros y al rededor de nosotros. Es renunciar a nuestras propias luces y escuchar atentamente la voz de Dios. Ser dócil a sus instrucciones, que es lo que nos cuesta. De aquí que S. Benito, después de exhortarnos escuchar, nos invite a poner por obra lo escuchando.