23-.- Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino hemos de saber que nunca podremos llegar allá a no ser que vallamos corriendo con las buenas obras. (22)
El fin de nuestro viaje, decíamos ayer, es la ciudad Santa, el encuentro con Dios, el Cielo. Allí veremos a Dios que nos llamó, allí habitaremos y reinaremos con él.
El párrafo leído hoy es complemento del ayer comentábamos: que merezcamos ver a aquel que nos llamó a su reino.
Nos anima S. Benito con el pensamiento de la visión de Dios. Aún mirándolo en la tierra, ¿Qué hermoso, que admirable y bello es? Hermoso en el pesebre, hermoso en la cruz, hermoso en la eucaristía donde hace las delicias de las almas que le descubren a través de una fe viva en su presencia.
Después de la contemplación y éxtasis S. Pablo no podía repetir lo que había visto y oído, ni decir lo que había gozado. En este mundo, no vemos a Dios más que a través del velo de la fe, aún en los estados más altos de contemplación mística. ¿Qué será verlo cara a cara?
“Para que merezcamos ver a aquel que nos llamó a su reino”, dice S. Benito. Largos y penosos viajes se hacen para contemplar las bellezas de la naturaleza, o para asistir a una representación deportiva o musical. ¿Qué son todas estas cosas comparadas con la belleza, la dulzura, con las melodías que encierra la contemplación de Dios a través de la fe? Pensemos con frecuencia en esta grandeza.
S. Benito pregunta si queremos habitar en el tabernáculo de este reino. Que feliz sería nuestra vida si pudiéramos estar siempre con Cristo al pie de su sagrario, pasar nuestra existencia junto a él, ya aquí en la tierra. Cuantos han sido los que pasaban horas junto al sagrario y se tenían que hacer violencia para abandonarlo. Creían de verdad que ahí estaba Cristo. ¿No esta la realidad que trasparentan los escritos del Bto. Rafael?
Algún día será esta nuestra realidad. Habitaremos no ya en el tabernáculo del Dios oculto, sino en el palacio del Dios de la gloria. Viviremos con él eternamente. El camino del desierto pasará y estaremos en la casa paterna para no dejarla más. Entonces nadie ni nada nos podrá separar de Dios, amarle y ser amados, estar con él. Bienaventurados señor los que habitan en tu casa. Por los siglos de los siglos te alabarán.
S. Benito quiere ponernos delante estas verdades de fe, como quien pone miel en la boca, cuando dice en esta frase del prólogo: Si deseamos habitar en el tabernáculo de este reino. Pero ¿tenemos con frecuencia este pensamiento ante nuestros ojos? Con el salmista podremos decir: La casa de Dios es el lugar de mi descanso por toda la eternidad, la he escogido y en ella quiero habitar.
Ante las dificultades que lleva consigo la vida monástica, como toda vida humana, el ánimo se fortalece con la asimilación de esta verdad de fe que S. Benito pone ante nuestra consideración en el prólogo. Cuando lo alcancemos ya no habrá lagrimas, ni dolor, según el Apocalipsis. Es el gozo para siempre, sin los enemigos que continuamente aquí nos frenan la trasformación en Cristo. Se acaba el trabajo, el esfuerzo, para dar lugar a la paz eterna. Lo momentáneo de nuestra tribulación, lo que pueda tener de duro el seguimiento de Cristo en la vida monástica no tiene comparación con la gloria que el Señor nos prepara.