Los antiguos escritores cistercienses distinguen tres edades de la vida espiritual: psíquica, racional y mística, y paralelamente a ello distinguen grados o niveles del conocimiento de Dios y de la fe. Concretamente Guillermo de Saint-Thierry habla de tres: el que procede del magisterio o autoridad externos, el que procede de la reflexión personal y el que procede de la iluminación de la gracia.
El primero precede a la razón, porque el credo religioso es recibido de otros antes de ser reflexionado: se trata de una fe irreflexiva o infantil a la que Guillermo llama simplemente fe. El segundo corresponde a la razón y consiste en lo que esta alcanza a descubrir por sí misma meditando los datos de la fe: es una fe reflexiva llamada simbólicamente “fe que revelan la carne y la sangre”. El tercero trasciende la razón y consiste en lo que Dios revela de sí mismo al alma: es una fe contemplativa y experimental, llamada simbólicamente “fe que revela el Padre del cielo”:
El primero se establece por la autoridad […] El segundo es el de la razón… le compete pensar en Dios, hablar razonablemente tomando por guía la fe […] el tercero es el de la gracia iluminante y divinizante, que corona la fe… la transforma en amor […] e inicia un conocimiento que ya no es el de la fe […] sino aquella visión que la caridad perfecta inicia en esta vida para perfeccionarla en la futura.
La fe irreflexiva -dice-. es propia de los hebetes, que significa algo así como irreflexivos o embotados de razón, no porque sean incapaces de entender, sino porque no se esfuerzan en progresar en su fe. La fe reflexiva es propia del spiritualis examinator o buscador espiritual, y la contemplativa es propia de los simplices filios Dei, los hombres espirituales que van en Santa Simplicidad y son movidos por el Espíritu de Dios.
En relación con estos tres tipos están las tres facultades que Dios ha puesto en el alma como tres huellas de la Trinidad: memoria, razón, voluntad. La memoria está hecha para recordar a Dios y mantener su conciencia viva. La razón es la mirada del alma que busca la verdad, y está hecha para buscar a aquel a quien la memoria recuerda. La voluntad, por su parte, está hecha para desear a quien la memoria recuerda y la razón busca. Según estas tres facultades estén más o menos vueltas a Dios, tendremos uno de los tres tipos humanos y de fe:
No acordarse de Dios, es propio de los animales. Acordarse de El sin tratar de conocerlo, es algo más que animal pero menos que humano. Acordarse de El para conocerlo es propio del hombre. Conocerlo hasta amarlo y amarlo hasta la posesión sabrosa pertenece a la razón humana en su perfección.
Los hebetes no utilizan su razón: no se hacen preguntas, no meditan, no reflexionan sus creencias. El buscador espiritual, en cambio, utiliza lo que pone al hombre por encima del animal para buscar lo que está por encima del hombre: pone su mirada racional en Dios con el deseo de asemejarse a él y ser su fiel y devota imagen. A diferencia de los que convierten la ciencia teológica en un juego intelectual, él “no pretende escrutar la Majestad, sino emular su Piedad e imitar su Simplicidad”. Y aunque no goza de la fe iluminada, como el hombre espiritual, la desea ardientemente mientras se esfuerza por trascender la fe del carbonero: “Abraza con fuerza la fe que revelan la carne y la sangre y suspira por la que revela el Padre del cielo”.
Resulta evidente la simpatía de Guillermo por el spiritualis examinator, en el que ve al hombre esforzado que busca a Dios en humildad tratando de “imitar su Simplicidad”, profundizando su fe hasta donde alcanza su razón:
Explayarse acerca de Dios e investigar a su respecto es cosa que agrada a los humildes y a los simples que buscan a Dios en la pobreza de espíritu, y no realizan su rastreo aguijoneados por la curiosidad, sino por la piedad… Come su pan con el sudor de su frente, pero a veces, sin saber cómo, encuentra la bendición de Dios en el campo de su corazón.
Pero el buscador espiritual va en dualidad porque aún mira con dos ojos: el de la razón y el del amor, y las tres facultades de su alma están disgregadas, aunque que se apoyen mutuamente: “Cuando la esposa recordaba (memoria) al esposo o pensaba en él (razón) para conocerlo, lo tenía ausente hasta que el conocimiento no se volvía amor”, dice comentando el Cantar de los Cantares. En la conciencia ordinaria, inteligencia y amor son operaciones distintas, pero en la contemplación ambas se fusionan en un modo de conciencia “espiritual o divino” en el que no entra raciocinio. En él, dice Guillermo, la razón se absorbe en el amor y ambos se funden en una simple mirada y en un solo ojo: intuitus simplex, unus oculus:
En la contemplación de Dios, donde sobre todo es el amor el que actúa, la razón se transforma en amor (ratio transit in amorem) y se forma un entendimiento espiritual o divino (intellectus spiritualis vel divinus) que todo lo supera y absorbe la razón.
La experiencia del intellectus spiritualis vel divinus no es dual, sino simple, y toda ella está sintetizada en la expresión amor ipse intellectus est, que es el leitmotiv de su Comentario al Cantar de los Cantares:“Para la Esposa, conocer y amar al Esposo son una misma cosa, pues, en esta materia, el mismo amor es inteligencia”. Memoria, entendimiento y amor se unifican en esa región del alma que en la Carta de Oro es llamada propiamente espíritu y en otras obras recibe diversos nombres: “morada de la memoria”, “bienaventurada conciencia” o “secreto de la conciencia simple” (simplicis conscientiae secretum)”, lugar de las inteligencias espirituales (spiritualium intellectuum) y del conocimiento de amor que trasciende toda ciencia y todo racionalismo.
Simplicidad divina y del alma
Dado que en el lenguaje platónico imitar no significa copiar, sino reproducir un modelo, cuando Guillermo dice que el buscador espiritual desea imitar la Simplicidad divina, indica que aspira a realizarla en sí mismo. No olvidemos que la contemplación es a la vez restauración de la imagen divina del alma, porque el conocimiento de amor es a la vez unidad de espíritu con Dios, unión transformante, y las cualidades divinas se trasvasan al alma dejándola divinizada. También la Simplicidad, que es uno de los atributos esenciales de Dios.
El Ser divino es Simple porque no tiene partes ni composición, no se multiplica o divide, no crece ni mengua, y por eso es Inmutable. En la pura Simplicidad de su Esencia todos sus atributos se identifican sin destruirse: infinitud, sabiduría, poder, amor, belleza, justicia, misericordia. La razón enumera distinciones por las cualidades percibe; pero esas cualidades no significan partes, como si Dios fuera en parte amor, en parte justicia, en parte bondad, en parte poder. Entonces sería compuesto y sólo estaría entero en la suma de sus partes. Pero todas las cualidades divinas se funden en una Simplicidad supereminente y admirable, en la Unidad superior de la Divinidad. Así escribe Guillermo:
Todos estos nombres son uno y uno son todos. Lo mismo se designa a Dios por uno solo que por todos, y todos no lo designan mejor que uno… No debemos pensar que el Sumo Bien está compuesto de todos los bienes, porque no es menos en cada uno que en todos, sino que es todo entero en cada uno y uno en todos; de lo contrario sería múltiple, no simple.
Dios es tal… que no es como si tomara su ser de sus partes, él, que no es esto o lo otro de modo particular, ni esto o lo otro de modo singular. No está en parte porque no es en parte, sino que es lo que es, él, que es todo eso y a quien nada de eso pertenece como accidente… Y puesto que todas estas cosas no son en él una cosa u otra, sino un solo Ser simple, tampoco son en él de una forma o de otra, sino que son simplemente y de un modo que es sin ningún modo.
Igual que Dios es en todo del mismo modo, también obra en todo del mismo modo: cuando ama, cuando juzga, cuando ejerce misericordia. Todo lo obra de ese modo-sin-modo que permanece invariable en esas manifestaciones que desde fuera parecen contrarias: “Dios no es poderoso de manera distinta a su ser sabio o bueno… en sí mismo no obra distintamente cuando revela su poder, su sabiduría o su bondad; sin embargo, el efecto de esta operación aparece como dispar en las criaturas por ser ellas diferentes unas de otras”.
Dios es simplemente el que es: no cambia cuando es dulce o temible, exigente o compasivo. Nosotros somos complicadamente lo que somos: cambiamos cuando nos mostramos dulces o severos, alegres o airados, amorosos o justicieros y manifestamos una cualidad oscureciendo su contraria. Estamos en parte en la bondad, en parte en la justicia, en parte en la caridad. Estamos en todo en parte y en nada enteros, pasando de un modo a otro en continua mutación, lejos de la divina Inmutabilidad, porque también lejos de la divina Simplicidad. Sólo los simplices filios Dei realizan la forma simplicitatis, la naturaleza de la auténtica simplicidad, porque en ellos la imagen de Dios queda restablecida y los atributos divinos se trasvasan a su alma.
Modelado a imagen de su Creador, el hombre se une a Dios, es decir, se hace con él un solo espíritu: bello en el Bello, bueno en el Bueno… llegando a ser por gracia lo que él es por naturaleza.
Tocamos así el núcleo de la mística del abad de Saint-Thierry, en la que aquí no podemos detenernos. Sólo señalamos que la simplicidad del hombre espiritual es participación en la divina porque en la unión transformante el alma es “por gracia lo que Dios es por naturaleza”. Es decir, queda divinizada y todo lo de Dios pasa a ella. En la Meditación XII tenemos el más encendido elogio de esta simplicidad participada:
Estos son tus siervos sencillos, (simplices) con quienes te agrada conversar […] Ellos no forman ni se conforman a tu Amor indagando con sutilezas, sino que tú mismo Amor, encontrando en ellos materia simple (simplicem), los forma y los conforma a sí mismo por el afecto de amor […] La luz interior reverbera en sus rostros exteriores, de tal modo que de su figura y modales emana tal simplicidad (simplicitate) encantadora, tal contagio de tu Caridad, que a veces incluso los mismos espíritus rudos…, con sólo mirarlos, se sienten punzados hacia tu amor. De este modo remontan la naturaleza a su origen, sin ayuda de doctor alguno […] Sus mismos cuerpos reciben ciertas improntas espirituales y sus rostros, más que humanos, reflejan una gracia especial. Sus carnes sembradas en corrupción, comienzan ya a resucitar para la gloria mediante los ejercicios ascéticos, para que finalmente su corazón y su carne exulten por el Dios vivo.
En resumen, tenemos estos tres grados de conocimiento de fe:
- Pre-racional o irreflexivo
- Racional o reflexivo
- Supra-racional o participado