Semana 12 Sábado B

TIEMPO ORDINARIO

 

Sábado 12º 

 

 

LECTURA:       

Mateo 8, 5-17”

 

 

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó diciéndole: Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho. Él le contestó: Voy yo a curarlo. Pero el centurión le replicó: Señor, ¿quién soy yo para que entres bajo mi techo? Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes: y le digo a uno «ve», y va; al otro, «ven», y viene; a mi criado, «haz esto», y lo hace.

Cuando Jesús lo oyó quedó admirado y dijo a los que le seguían: Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos; en cambio a los ciudadanos del Reino los echarán afuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Y al centurión le dijo: Vuelve a casa, que se cumpla lo que has creído. Y en aquel momento se puso bueno el criado.

Al llegar Jesús a casa de Pedro, encontró a la suegra en cama con fiebre; la cogió de la mano, y se le pasó la fiebre; se levantó y se puso a servirles.

Al anochecer, le llevaron muchos endemoniados; él con su palabra expulsó los espíritus y curó a todos los enfermos. Así se cumplió lo que dijo el profeta Isaías: «El tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades».

 

 

MEDITACIÓN:       

“De palabra”

 

            Ciertamente, la  respuesta de este centurión es desconcertante. Podríamos decir que en principio podía hasta sonar ingenua. Y es que trasladar la obediencia  de una autoridad sobre los súbditos a una autoridad sobre la enfermedad, es más que un paso, es un salto significativo en la fe de una persona. Y, sin embargo, este hombre lo pone de manifiesto con toda seguridad y convencimiento de que Jesús lo puede hacer.

 

            No es de extrañar que, ante ese salto en la fe, el mismo Jesús quedase desconcertado y le arrancase, no sólo una alabanza a la fe puesta de manifiesto en una persona que además era pagana, sino también una llamada, desde esa experiencia, para recordarnos que el pertenecer a un grupo creyente, a una iglesia, no es garantía de la vivencia de una fe auténtica, de manera que podemos llevarnos muchas sorpresas al final.

 

            Ya nos lo decía, como lo dice de muchas maneras a lo largo de su vida pública, que no basta con decir “Señor, Señor”, si esa expresión está desmarcada de la vida, si sólo es expresión de una adhesión teórica o afectiva, pero que no se encarna con la acogida del mensaje en las propias actitudes. 

 

            Por eso es importante también la respuesta de Jesús al centurión al decirle que se cumpla lo que ha creído; porque, al final, la sanación es un encuentro querido de dos: Jesús que acoge, pero el hombre que cree que la palabra tiene fuerza de vida y tiene que explicitarse en la vida, y que termina generando no sólo una convicción teórica,  sino algo que toca la propia realidad personal y la transforma.

 

            Con todo ello Jesús nos invita a no estancarnos en nuestra convicción de ser creyentes. Porque, cómo nos decía poco antes, puede ser que un día, creyendo que hemos estado muy cerca de él, nos pueda decir “no os conozco”. Nuestra fe está llamada a ser algo vivo, algo que nos mantiene abiertos a él, y sabedores de que es tarea nuestra. Nuestra palabra apoyada en la suya está llamada a encarnarse; es decir, a hacer lo que decimos. Que sea palabra de verdad que nos brota de dentro y que nos ayuda a crecer, a sanar nuestras heridas y a ayudar a sanar las de los otros, porque es posible.

 

            Es ésta la fe que tenemos que cuidar y mantener en un ambiente que prescinde de ella porque no la ve necesaria o porque la ve inoperante en nosotros, quienes decimos tenerla. El riesgo es que no nos la creamos tampoco y nos conformemos con unos ritos que tranquilizan nuestra conciencia pero que, más allá de eso, y al margen de la vida, de poco sirven en nuestro proceso de plenificación. Por eso es importante que no olvidemos la fuerza de su palabra y de la nuestra y valorar sus efectos y consecuencias.

 

 

ORACIÓN:        

“Lo mejor de mí”

 

            No, no es necesario Señor que entres en mi casa. De hecho la vas a encontrar casi siempre bastante destartalada. Pero ya sé que tú no haces caso a eso, de hecho naciste en una cuadra y moriste en una cruz. Nos han andado precisamente entre oropeles. No es para justificarme, es mi realidad y, desde ella, trato de buscarte y de seguirte. Y sé, Señor, porque así lo creo, que tu palabra es eficaz y que llega a mi viva y sanadora, tal vez no de mis enfermedades materiales pero sí de las que afectan a mi realidad más profunda, que es donde se juega lo auténtico de mí. Pero sé que una parte depende de mí y la esperas, y no puedo prescindir de ella porque sería negarte de alguna manera y engañarme a mí mismo. Esperas, como lo espero yo mismo, que así como tu palabra se hace realidad en mí, mi palabra también busque y trabaje su realización en mí y en los otros. Convencido, sí, de que mis gestos, pequeños, imperceptibles tal vez, arrancan lo mejor de mí y de ti. Ayúdame a que lo mantenga siempre claro, vivo y actuante. Gracias, Señor.

           

 

CONTEMPLACIÓN:        

“Tu ternura”

 

Has entrado en mi casa,

no podías esperar,

para decirme que me amas,

para hablarme al corazón,

y despertar mi fuerza.

Esa fuerza escondida

que me cuesta descubrir

y que yo mismo oculto

entre mis quejas de ti.

Y es tu ternura la que

me pone en movimiento,

la que me levanta,

la que me dice que estoy vivo,

la que encarna mi palabra

y busca hacerla fecunda

porque tú la alimentas.

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