Domingo 2 de Cuaresma – B

CUARESMA

Domingo 2º  (B)

 

 

LECTURA:            

“Marcos 9, 1‑9”

 

 

En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.

Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Estaban asustados y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.

Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.

 

 

MEDITACIÓN:         

“Se transfiguró”

 

            No podemos simplificar un acontecimiento tan crucial como éste y que tanto impacto causó en aquellos discípulos que, sin captar muy bien todo su contenido hasta mucho más adelante, quedó grabado de tal manera en ellos que Pedro, más tarde, lo recordará en una de sus cartas como un acontecimiento clave.

 

            Jesús se transfiguró, es decir, mostró algo mucho más allá de su figura externa habitual. Lo de menos, pienso, fue si brillaron o dejaron de brillar sus ropas, porque lo que desbordó a aquellos atónitos discípulos fue captar lo que había en su fondo, esa vinculación íntima con Dios que lo manifiesta por encima de todos los grandes personajes bíblicos. Jesús no es un profeta, ni siquiera el Mesías, podríamos decir, inmersos en sus esquemas religiosos, es el Hijo, es la misma realidad de Dios inserta en él y, por eso, el único a quien hay ya que escuchar. Y así descubren que en su interior sólo hay luz, la luz de Dios que es la que en ese momento se manifiesta, se refleja en toda su realidad, incluso física, y les permite ver claro.

 

            Desde esa realidad profunda, íntima, que lo vincula a Dios en totalidad, es de donde brota lo que habitualmente se ve sin resplandores, o con el único y gran resplandor del amor, de su hablar de Dios y desde Dios, de acercarse al hombre herido para devolverle su dignidad de hijo. Y es que el bien, cuando se manifiesta, cuando se expresa, aporta claridad, luz, vida a la vida, expresa la realidad de Dios que late también en nuestro propio interior.

 

            Y ese brillo, esa transfiguración, ese poner de manifiesto qué es lo que hay más allá de nuestra realidad física, limitada y condicionada, es algo que estamos llamados a descubrir en nosotros y a poner de manifiesto. Y no se trata de rebajar la transfiguración de Jesús sino de poner de relieve nuestra grandeza y riqueza interior, que no es nuestra, que la hemos recibido, que es don, gracia, consecuencia de nuestro haber sido creados a su imagen y semejanza, algo que tenemos que hacer consciente, agradecer, y tratar de estar a la altura de algo que forma parte de nosotros, por esencia y gracia de su amor.

 

            No, seguro que no vamos a brillar, aunque quién sabe. Pero lo que sí tienen que brillar son nuestros gestos. Ellos tienen que expresar lo que hay en nosotros. Nuestra capacidad de bien y de amor, no brotan sólo de un acto de voluntad, sino de un descubrir que es una realidad que forma parte de nuestro ser, y que basta con que no la frenemos, con que la dejemos brotar, manifestarse, brillar.

 

            Es nuestra capacidad de escuchar dentro de nosotros ese susurro de Dios que nos recuerda que somos sus hijos, que somos parte de él, que él forma parte de nosotros, y que no nos asustemos sino que nos alegremos de ello. Él es nuestra luz interior, que no podemos ni debemos esconder, insertos como estamos en medio de unas realidades que se empeñan en adentrarnos en tantas oscuridades.

 

            Como nos diría Jesús en otro momento, el Reino de Dios está dentro de nosotros. Toda la fuerza de Dios desbordada por su Espíritu en nuestra limitada realidad, que puja por brotar y manifestarse en nuestro hoy de cada día hasta que alcance su plenitud definitiva en él. Sí, que dejemos brillar, manifestarse lo que somos y poseemos. Que nuestro empeño de conversión nos ayude a ir apartando, aunque sea poco a poco, pero de verdad, todas esas capas o losas que puedan dificultarlo o impedirlo.

 

           

ORACIÓN:             

“Más allá de lo que vemos”

 

            Gracias, Señor, porque en cada gesto en que te nos manifiestas pones también de relieve todo lo que forma parte de nuestra propia realidad. Gracias porque mientras parece que nos empeñamos en poner de manifiesto nuestras limitaciones, al menos en esos aspectos más profundos y fundamentales de nuestro ser, algo sorprendente y curioso, tú sigues obsesionado por descubrirnos precisamente toda esa realidad profunda que nos caracteriza como hombres, como hijos tuyos, como partícipes de tu luz. Y me parece grandioso que sea así, porque es ahí donde podemos apoyar nuestra esperanza de algo nuevo en nosotros. Porque si en el interior del ser humano existe ese potencial hay posibilidad de que lo descubra en algún momento. Tal vez, todos no estamos preparados para subir grandes cimas o descender a profundas simas, pero todos tenemos capacidad para mirar hacia arriba y hacia dentro, y captar lo que hay de grandeza, misterio, y posibilidad que está llamada a convertirse en búsqueda, en tarea, en deseo y en don, para expresar lo que hay más allá de lo que vemos en nuestro exterior. Gracias por ello, Señor.

 

 

CONTEMPLACIÓN:               

“Tú en mí”

 

Como un iceberg,

que muestra

una pequeña parte

de su grandeza,

así es mi ser,

lo que se ve

o soy capaz de mostrar.

Como un sencillo gesto

de bien,

que poco puede decir

pero que expresa

ese deseo inmenso

que bulle en mi interior.

Así eres tú en mí,

entretejido en mis entrañas,

queriéndolas prender.

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