Martes de la Semana 2 de Cuaresma – 1

MARTES 2º DE CUARESMA

 

 

 

LECTURA:      

“Mateo 23, 1‑12”

 

 

En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen. Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.

Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos  vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo.

El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»

 

 

MEDITACIÓN:               

“Sois hermanos”

 

 

            Siempre me queda la sensación de que tenemos una tarea pendiente de cara a esta afirmación. Porque podemos, de alguna manera, reconocer una sintonía de nuestra pertenencia a la misma Iglesia, y del intento de vivir en el ámbito de la misma fe, pero de ahí a reconocernos hermanos, va como un trecho bastante significativo. Es como si todavía no hubiésemos captado del todo las consecuencias de nuestra fe común. Y esto es muy importante, más de lo que nos pueda parecer en un principio, máxime en los tiempos que vivimos.

 

            Todos los grupos sociales han intentado muchas veces manifestar los lazos que los unen y fortalecerlos con expresiones significativas que los vinculen: Camaradas, compañeros y hasta la palabra fraternidad se ha querido consolidar, aunque no desde el aspecto religioso. Pero los lazos sociales siempre son limitados porque se apoyan en la mera voluntad humana que los hace fácil a convertirlos en un título externo, afectivo, pero sin lazos firmes, hondos que los asienten íntimamente.

 

            Sin embargo, nuestra fraternidad no se apoya en un deseo social, en un acuerdo colectivo. La fraternidad natural nos vincula desde lo hondo, desde la sangre en la familia, o desde la conciencia de la hondura de nuestro ser más profundo, y que sólo se puede afianzar en la misma realidad de Dios.  Por eso, sí, nos podemos llamar hermanos, como nos ha dicho Jesús, porque tenemos un mismo Padre, Dios. Él mismo es quien nos ha comunicado esa vinculación íntima y profunda. Nos somos meras criaturas, con una tremenda dignidad por  haber sido hechos a imagen y semejanza de Dios, sino que hemos sido hechos hijos en el Hijo, coherederos con él por gracia.

 

            Nuestra filiación no la hemos alcanzado por común acuerdo, es una realidad que parte del mismo Dios, que nos hace uno con él. Desde él y por él somos plenamente hermanos, iguales en dignidad, llamados a servirnos los unos a los otros y no a servirnos los unos de los otros. Y así lo repetimos continuamente cada vez que rezamos la oración que Jesús nos dejó, y que iniciamos diciendo “Padre nuestro”. Sin embargo, somos especialistas en marcar distancias, y hasta en separar lo que Dios ha querido unir. El hombre buscando siempre la cercanía con Dios y cuando se nos regala la rechazamos, o lo vivimos como algo indiferente, como si no fuese importante, y todas sus consecuencias con ella. 

 

            Creo que tenemos que redescubrir el tesoro que conlleva nuestra fraternidad. Sentirnos realmente hijos de Dios y alimentar los lazos que nos unen como miembros de una misma familia, no por mera afectividad, sino porque es así; y, por ello, todos remando en la misma barca, apoyados los unos en los otros, ayudándonos en nuestro caminar en medio de un ambiente que se nos manifiesta hostil y que trata de alejarnos de las raíces que nos sostienen, nos vinculan y nos alimentan a todos.

 

            Descubrir el gozo de la fraternidad puede que sea una da las consecuencias hermosas de nuestra llamada a la conversión. Sus consecuencias nos pueden sorprender y estimular. Intentémoslo y pidámoslo.

 

 

ORACIÓN:            

“Llamarte Padre”

 

 

            Sí, me gusta llamarte Padre. Me habla de tu cercanía, de tu amor, pero me habla también de una gran familia en la que estoy inmerso y en la que, a pesar de sus limitaciones y pobrezas, pero también de su santidad, me puedo apoyar. Me gusta, porque en estos momentos complejos de nuestra historia, me ayuda a no sentirme solo y puedo seguir compartiendo la oración, la eucaristía, los anhelos y deseos de seguir poniendo juntos nuestro granito de arena para que en el mundo haya un espacio de luz.

            Sí, me gusta saberme hermano y decirlo, porque me ayuda a preparar la acogida, a trabajar la sintonía, a seguir esperando. Gracias, Señor.

 

 

CONTEMPLACIÓN:                 

“Manos unidas”

 

 

Es todo un tesoro de vida

al que nos abres;

es un encontrar los peldaños

por donde subir la vida

para descubrir el panorama

de su belleza escondida

y los rincones infinitos

donde colocar la esperanza.

Es un asomarnos sin vértigo

a ese abismo de amor

que has derramado abundante

en el corazón humano,

en mi propio corazón,

hasta hacernos familia,

manos unidas que enlazar

para tejer juntos anhelos de bien.

 

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