TIEMPO ADVIENTO
Martes 1º
LECTURA: “Lucas 10, 21‑24”
En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu. Santo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.»
Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»
MEDITACIÓN: “Oír lo que oís”
Al escuchar esta palabra de Jesús me preguntaba si es cierto ¿es cierto que somos dichosos por oír lo que oímos, lo sentimos como una bendición o como un peso; cómo se plasma este sentimiento en nuestras actitudes? Hace no mucho, nuestros obispos decían que más de la mitad de los jóvenes de nuestro país no han oído hablar de Jesucristo, y me preguntaba si es sólo culpa de ellos o tenemos mucha nosotros; y me volvía a preguntar si es contagiosa nuestra fe, si es gozosa nuestra adhesión y nuestro seguimiento de Jesús hasta el punto de poder interpelar y atraer, o si no estamos haciendo lo contrario. No, no quiero ser negativo, pero esos datos reales no pueden dejarnos indiferentes y nos tienen, de alguna manera, que llevar a hacernos preguntas de este estilo. La causa de las cosas no suele estar sólo de una parte, sino en muchos frentes; y, todo ello, lejos de desanimarnos, debía servir para lo contrario, para estimularnos y tomar en serio nuestras vivencias y nuestras opciones, porque no todo vale, no todo da igual, no se puede ser cristiano de cualquier manera.
Sí, no cabe duda, en medio de una realidad que palpamos tan pobre en valores, tan despojada de esperanza, que parece empeñada en rebajar al máximo la dignidad de ser hombre o mujer; de tantas palabras huecas y tantos intereses marcados casi exclusivamente por el tener exterior, tenemos que experimentar como una suerte tremenda, como una gran dicha, como una bendición, el haber tenido la suerte de oír lo que oímos. De nuevo tenemos que volver a recoger aquella afirmación de Pedro, cuando ante el abandono de tantos, Jesús le preguntó si también ellos querían abandonarle. La respuesta de Pedro debía resonar en nuestro interior con toda su fuerza y convencimiento: “Señor, a quién vamos a acudir, sólo tú tienes palabras de vida eterna”.
Sí, sólo en Jesús encontramos palabras de vida eterna, de esperanza, de dignidad humana que alcanza todas las actitudes. Solamente en él encontramos ennoblecidas las palabras como paz, amor, perdón, vida, fe… Es verdad que todas esas palabras, como el mejor de los proyectos, conllevan actitudes de convencimiento, de ilusión, de esfuerzo, de lucha interior y exterior, convencidos de la grandeza del proyecto en crecer en humanidad, en respeto, en convivencia, en grandeza de miras; porque es precisamente cuando existe un proyecto de vida, cuando hay una razón para vivir, para crecer y, cuando eso no se da, cuando nos quedamos en los escalones más bajos, al final se pierde el sentido de lo que conlleva ser humano, y la vida carece de sentido; y eso, lo vemos muchas veces, demasiadas veces, en actitudes trágicas que se multiplican de mil maneras.
Sí, dichosos por poder oír lo que oímos. Dichosos porque el mismo Jesús nos acompaña en la tarea, es un Dios que camina a nuestro lado. Su palabra, su eucaristía, su Espíritu, son su manifestación. Y nuestro reto es ser testigos de ello. Con todo el respeto y la prudencia que sean necesarios, pero también con toda la valentía que cada circunstancia lo exija, tenemos que hablar de nuestra fe en Jesús, tenemos que ser eco y altavoces de su voz, manos, pies y corazón de su presencia. Ciertamente, con nuestras limitaciones, pero ellas lejos de apagar deben ser un motivo más de nuestro deseo, de nuestra tarea, de nuestra lucha para ir sacando con él lo mejor de nosotros.
De nuevo, en este adviento de la fe y de la esperanza, resuena con fuerza especial una llamada para reavivar los rescoldos de nuestro bautismo y, juntos, sintiéndonos Iglesia de Jesús, santa y pecadora, ayudarnos en esta tarea a la que él nos llama. No estamos solos, él viene con nosotros.
ORACIÓN: “Empujar mis deseos”
Gracias de nuevo, Señor. Sabes que a veces siento alegría y miedo cuando te escucho. Son los efectos de esa doble realidad que vivo: la alegría de que hayas tocado mi vida, el miedo del rechazo, de la incomprensión, del sentirme mirado diferente, que a veces me bloquea o me atrapa. Pero, Señor, a pesar de todo, sí, me siento dichoso, porque sólo tú me ofreces palabras de vida, sólo tú me hablas de mi dignidad frente a quien quiere vulgarizarlo todo, y eso da sentido a mi paso por esta historia compleja, dolorosa, pero también tremendamente hermosa. Tú me has descubierto la potencialidad y la fuerza que se esconde en mí, en todo ser humano, y eso motiva mi esperanza, a pesar de mis pasos lentos, de mis traspiés, que los hay, tú lo sabes. Pero en ti sigo experimentando el tesoro de mi dignidad llamada a consumarse en ti. Gracias, Señor. Y no dejes de empujar mis deseos, que nada ni nadie frene lo que siento y lo que anhelo, y que sea capaz de seguir testimoniándolo allí donde me encuentre. Porque sé, con toda certeza, que detrás de tanto rechazo y superficialidad, hay hambre de ti, hay hambre de Dios, hay hambre de humanidad y dignidad que tú, sólo tú, puedes dar en plenitud. Ayúdame a aprovechar este tiempo de gracia, este nuevo adviento, este año de la fe.
CONTEMPLACIÓN: “Beber de mí”
No tengo que esforzarme,
tu palabra está ahí,
manantial fecundo,
que me ofrece inagotable
la fuerza de su vida y su frescura.
Y quiero seguir bebiendo de él,
sentir la fuerza de su vida,
y ofrecer su agua viva
que limpie cuerpos y almas,
que despierte risas y canciones,
que traigan paz y tejan lazos
de hermandad y de armonía.
Y siento tu murmullo seductor
que me dice incansable en su fluir:
Bebe y da de beber de mí.
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