En los primeros monjes, ya hemos visto que su oración continua estaba unida al trabajo, por eso, no faltan razones para creer que la oración que interrumpe el trabajo no gozó de estima entre los cenobitas del siglo VI.
Por esta razón, el Oficio debió aparecer bajo un nuevo título, como “la” oración del monje. Solo él incluye oraciones propiamente dichas además de la recitación escriturística.
Este fenómeno se relaciona con la evolución del sentido del Opus Dei, que como ya dije el otro día, esta expresión en un principio, designaba toda la ascesis monástica. Pero tanto el Maestro, como Benito y su contemporáneo Cesáreo, reservan esta expresión únicamente al Oficio.
De este modo la liturgia de la Horas se convierte en un acto sagrado en oposición a las ocupaciones profanas que llenan el resto de la jornada.
Sin duda la relación inmediata de las ocupaciones con el servicio de Dios, se desdibujó en parte, porque el trabajo dejó de aparecer como una oración continua.
Esto se acentuó con la prohibición de trabajar durante la salmodia y las lecciones. La tradición egipcia y a su ejemplo la de la Galia, querían que los monjes tuviesen ocupadas sus manos durante el oficio nocturno mientras escuchaban las recitaciones bíblicas. Era una manera de tratar de que todos permaneciesen despiertos durante las largas vigilias. Nada podía mostrar mejor que el Oficio estaba en continuidad con la jornada de trabajo.
Ahora bien, el Maestro no hace ninguna mención de actividad manual alguna durante el Oficio, y Benito apoyándose en un pasaje de Agustín, excluye formalmente este modo de proceder en el cap. 52.
Parece que una tradición africana y romana, a la que se vinculan nuestras reglas, intentan dar al oficio un aspecto menos familiar y más hierático que en Egipto o en Galia. Esto se debe en parte a la influencia clerical.
Un monje pacomiano que meditaba en su celda durante su trabajo, debía encontrar muy natural el hecho de trabajar en el oratorio, mientras escuchaba la Escritura. Pero un obispo como Agustín veía en ello una profanación del lugar santo, análoga a esas juergas en honor de los mártires que trataba de prohibir en su Iglesia.
Para los seglares y sus Pastores, la distinción entre lo sagrado y profano era de rigor. Para los monjes cuya existencia entera tiene como único e inmediata finalidad el servicio de Dios, esta separación no se impone de forma tan clara.
Todos los tiempos, actividades y lugares, son susceptibles de ser considerados para el monje como compatibles con la oración. La RM dice que”todos los lugares del monasterio deben tener el aspecto de una iglesia, a fin de que en todos los lugares donde se encuentren los hermanos los encuentren decorosos, agradables y placenteros para orar”.
Aunque el Maestro se expresa así, para él el Oficio revistió un valor sagrado, relegando las demás actividades a lo profano. Y RB acentúa esta tendencia. La sección litúrgica (cap. 8-18) no se presenta ya en el transcurso de la descripción de la jornada, sino que encabeza la parte legislativa de la Regla.
El conflicto entre Oficio y trabajo queda resuelto en la RB con el principio tomado del monacato leriniano “Nihil operi Dei praeponatur”. No se puede decir más claramente de que oración y trabajo han dejado de conjugarse. Desde este principio estas dos obras existen una al lado de la otra. Hay que abandonar una de ellas para dirigirse a la otra.
Este deslizamiento proviene de una nueva preocupación: defender el Oficio contra un cierto activismo. Casiano no señala esta tentación en los cenobitas de Egipto. Es caracteriza del monacato en el que trabajo y oración no están tan bien integrados.
El proceso de separación entre el Oficio y la vida está más marcado en la RB, pero incluso si tenemos en cuenta todos los indicios en este sentido, el Oficio aparece en las dos Reglas más próximo a sus orígenes y a su sentido primero. Nacido de la oración privada y destinado a sostenerla, no se puede establecer una distinción rigurosa entre oficio público y oración privada. Y menos aun una oposición entre ambos.
La Obra de Díos a la luz de la tradición no aparece en primer lugar como un acto de comunidad, un culto social, sino como el cumplimiento de una obligación personal. Por otra parte su aspecto comunitario no le confiere una superioridad sobre la oración solitaria.
En una perspectiva monástica, aparece más bien como una ocasión para la conversación a solas con Dios. El acento no hay que ponerle en el elemento exterior y estético, sino en la aplicación del espíritu a los salmos, en la pureza de la oración silenciosa.
El monje no es un miembro de la Iglesia dedicado especialmente a la alabanza pública. Es simplemente un discípulo de Cristo que trata de traducir con actos, bien solo, bien junto con otros el “orar sin cesar”.
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