El segundo grado de humildades que el monje, al no amar su propia voluntad, no se complace en sus deseos, sino que cumple con sus obras aquellas palabras del Señor.”No he venido a hacer mi voluntad si no la del que me ha enviado. (7,31-32))
No estamos solos ante el Dios tres veces santo y temible que se nos ha presentado en el primer grado. En el momento de dar el paso definitivo, de renunciar la propia voluntad, abrazándonos con la obediencia hasta las últimas consecuencias, Cristo está junto a nosotros, mejor, nos adherimos a Cristo o todavía más exactamente, estamos incorporados a Cristo.
En los cuatro primeros grados de humildad existe una graduación perfecta. Ante todo se empapa el monje del temor de Dios y de la necesidad de renunciar al ejercicio de la propia voluntad conforme a sus deseos (grado 1º) Luego renuncia de hecho a satisfacer sus deseos para realizar los planes de Dios, (grado 2º), decide a continuación ponerse bajo las órdenes de un superior, lo que todavía es más difícil, (grado 3º) finalmente acepta toda clase de obediencia por dura y penosa que sea (grado 4º). Ahora bien, es el mismo Cristo el que lo arrastra a su seguimiento en este descenso que representa todo lo contrario del orgullo de Adán al intentar igualarse a Dios, (imagen de sentimiento del hombre de siempre, pero muy particularmente del hombre moderno).
Se ha observado que la “imitación de Cristo” tiene en la RB una importancia tan primordial, que se le reserva exclusivamente el verbo imitar, usando casi siempre para designar la imitación del Señor en su obediencia, que fue la disposición esencial de Cristo respecto a su Padre y que constituye el fundamento de la vida monástica.
La imitación de la obediencia de Cristo halla su expresión más perfecta en estos grados de humildad.
El segundo grado es la obediencia, imitando a Cristo que dijo: “No he venido a hacer mi voluntad sino la del que me ha enviado”. Jh 6,38.
Habiendo visto en el primer grado nuestra relación con Dios, con el misterio de Dios en nosotros, en este segundo grado se enfoca principalmente a la relación con nosotros mismos.
No debemos amar la propia voluntad, sino la voluntad de Dios. Es decir no debemos quedarnos en el primer plano de nuestros deseos y necesidades, sino escuchar con suficiente profundidad el interior hasta llegar al punto en que nos encontremos en consonancia con la voluntad de Dios. Este es también el punto en el que tomamos contacto con nuestro núcleo genuino, con nuestro ser más íntimo.
Descubrimos en nosotros diferentes voces. Hay una voz superficial, que S Benito llama voluntad propia: quiero ir a tal lugar, quiero hacer tal cosa. Pero si en la oración escuchamos con suficiente atención nuestro interior, descubriremos otra voz que coincide con nuestro ser más propio, es la voluntad de Dilos.
La voluntad de Dios no es algo ajeno que se nos echa encima. Nuestra vida solo puede realizarse si vivimos a partir de la voluntad de Dios, a partir de nuestra verdad interior. La relación con nuestra esencia inalterada es el requisito para que podamos experimentar a Dios. Cuanto más escuchemos el interior de nosotros, tanto más podremos reconocer que no vivimos a partir de nosotros mismos, sino a partir de Dios. Que Dios nos ha llamado a plasmar en nosotros su imagen.
Por esta razón Benito nos lleva en este segundo grado a que digamos con Jesús: No he venido a hacer mi voluntad sino la del que me ha enviado. La humildad debe conducirnos a la actitud de Jesús y a través de ella, al Padre. Humildad es seguimiento concreto de Jesús, así cumplimos la palabra de Jesús en nuestro actuar.
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