295-, El Señor sondea el corazón.

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 Esto es lo que el profeta quiere inculcarnos cuando presenta a Dios  dentro de nuestros mismos pensamientos al decirnos:”Tu oh Dios sondeas el corazón y las entrañas. (7,14)
El lector  moderno puede tropezar fácilmente en este capítulo con  ciertas  expresiones  y por otra parte, es este capítulo como el núcleo doctrinal de la espiritualidad de S. Benito. Hemos de tener en cuenta esto, para no pasar por alto unas enseñanzas que conservan toda su validez.
Ya hemos dicho que la misma palabra humildad,  hoy  evoca unas actitudes  con una connotación un tanto ambigua, e  incluso en algunos aspectos negativos.
Para S. Benito la humildad tiene un contenido muy diferente, profundamente evangélico. Pero hay que tener en cuenta las reasonancias negativas para que  no nos estorben para llegar a una comprensión viva y creadora de este tema fundamental.
Todo el dinamismo interno de S. Benito está en función de su objetivo final: la caridad perfecta que  ahuyenta el temor. Y el nervio central de todo este capítulo es la referencia a Jesucristo. El monje por el hecho de ser cristiano tiene que fundamentar su humildad en la humildad de Jesucristo. Ya hemos comentado como S. Benito ha escogido los textos cristológicos más característicos  sobre el anonadamiento y exaltación de Jesús. Sin esta referencia tendríamos una doctrina muy exigente, pero falta de  vitalidad.
Tendiendo en cuenta esta finalidad de la configuración con Cristo, la doctrina de S. Benito una gran fuerza. De hecho encontramos aquí una síntesis de la  mística cristiana no reservada a unos pocos, sino para todo creyente.
La única condición para subir a la cima es un gesto de pobreza, un reconocimiento sencillo  de que necesitamos ser salvados. Cuando un monje llega a la experiencia de su nada ante Dios, comienza a ser libre. La fuerza del Espíritu Santo ya no encuentra obstáculos y le hace subir a la cumbre de la caridad perfecta  que aleja el temor.
Este capitulo es como una pedagogía paciente, un camino sencillo, para  hacer lugar al Señor, y a la vez despojarnos de todo para  llegar a ser pobre, despojados de nosotros mismos y así poder seguir a Jesucristo. Esto es lo que encontramos en el evangelio, en S. Pablo, en los santos de todos los tiempos. La expresión puede variar según las épocas, pero las actitudes esenciales del camino del cristiano se fundamentan siempre en las bienaventuranzas. Dichosos los pobres en el espíritu porque de ellos es el reino de los Cielos.
En este primer grado encontramos una respuesta para  uno de los problemas de fondo que se plantean a los hombres del siglo XXI, con la necesidad fundamental de dar sentido a la vida. Descubrir en nosotros el anhelo insistente de unidad interior, de coherencia  entres las diversas facetas que componen la vida del hombre actual cada vez más compleja. Las necesidades de una acción eficaz, la urgencia de la especialización, no ayuda a la posibilidad de encontrar la unidad interior que toda persona anhela como condición indispensable para su propio desarrollo, para una vida fecunda y alegre.
Sólo aceptando la proximidad de Dios, la presencia del Padre que Jesús nos ha revelado, encontramos la clave que puede dar coherencia a nuestra personalidad, sin que quede marginada ninguna de  sus  dimensiones. El secreto está en la aceptación de Dios en la propia vida.
S. Benito expresa esto con palabra tradicionales del monacato: temor  de Dios, la aceptación de la mirada de Dios que penetra toda la vida. Hoy los maestros  de la vida espiritual lo expresarían con otras imágenes: sentido de Dios, coherencia con la fe. Siempre el mismo contenido fundamental: el misterio de Dios en nosotros.
A partir de esta aceptación comienza el monje su ascensión, al tomar conciencia  de la proximidad de Dios y al estar atento a la mirada del Señor. En todos los aspectos  de la vida, el sentido de Díos, el temor a ofenderlo, se sobrepone al egoísmo y libera al monje de la esclavitud de las pasiones. Así llega a ser libre para amar a Dios y a los hermanos.
S. Benito da con este primer grado, la base sólida para poder superar uno de los escollos más graves que con frecuencia encontramos en la vida de las personas. La falta de aceptación de uno mismo.
La señal más segura de madurez persona y de haber superado la adolescencia es la aceptación serena y lúcida  de uno mismo de sus límites y cualidades. Mientras una persona no ha llega a este gesto interior, tiene un gran peligro de desmoronarse a la hora del fracaso y es frecuente que se crispen con los esfuerzos que hacen para superar  sus limitaciones, a fin de llegar a esa imagen ideal que se ha hecho de sí mismos, imagen perfeccionista paro no cristianamente madura.
Cuando se siente uno fracasado tiene la tendencia  a echar  la culpa a los acontecimientos, a las personas que los rodean, a la Orden. Y se pierde el tiempo y la energía, en lugar de llegar  al gesto humilde de conversión, de aceptación de sí mismos ante Dios y los hermanos.
Muchas dificultades de las relaciones interpersonales en las comunidades provienen de esta falta de  aceptación de sí mismo. Una persona que no se acepta a sí misma, encuentra más difícil aceptar a los otros tal cual son. No son felices, tienen como  una insatisfacción radical porque está centrada en sí mismas, buscando afanosamente la aprobación de los demás. Y cuando no lo consiguen se cierran en si mismas despreciendo a los otros como incapaces  de comprender.
Así como es doloroso ver estos monjes encerrados en su autosuficiencia, es por el contrario consolador ver la trasformación que se opera en el monje que comienza a abrirse  a Dios y a los hermanos.
En el monje autosuficiente se ve a menudo una apariencia de felicidad y satisfacción. Pero si en un día se tiene ocasión de penetrar más a dentro en su interior, queda uno pasmado al comprobar que tiene un mar sin fondo de tristeza, de amargura, de soledad, falta de ternura, falta de alegría.
En cambio el que se abre a la luz de Dios va consiguiendo la libertad interior, va adquiriendo una paz más honda que puede comunicar a los otros, incluso en medio de contrrariedades y contratiempos.
La aceptación de uno mismo delante de Dios  no le deja al monje fijado en la pasividad, sino todo lo contrario, es el punto de partida para una ascensión en la que ya no le preocupa su perfeccionamiento. Tiene la convincion de que el Espíritu le irá dando aquello que en cada momento necesita para servir al reino de Dios y ser útil para los demás.
El monje que vive la espiritualidad de este primer grado, estará disponible para cualquier necesidad, amar a la vez que se siente amado. Adquiere un realismo que le hace estar estable en la comunidad, pues a la vez que se acepta a si mismo, acepta a los demás tal cual son. Este es su ponto de partida para junto con los otros, mejorar sin dejar entrar el desánimo ni despreciar a los demás, pues sabe que no es la perfección lo que le llevará a Dios, sino la perseverancia.
El texto benedictino de este primer grado, tan extenso en  la exposición de S. Benito y bastante complejo, se entremezclan los temas y repiten. Se puede reducir a lo siguiente: el temor de Dios, el recuerdo de los mandamientos llevan a la observancia de los mandamientos: infierno si no se cumplen o el premio del cielo si se cumplen. La renuncia a vicios y malos deseos, la mirada constante de Dios, astenerse de hacer la propia voluntad, todo se recapitula en los párrafos 26 al 30. Dios nos observa continuamente y por lo tanto hay que evitar el mal, no sea  que callándose ahora, nos condene en el juicio futuro.
El temor del Señor, que ve hasta los pensamientos ocultos domina todo el conjunto. Casiano pone el temor de Dios como el principio de la conversión. De aquí se pasa fácilmente a convertirlo en el principio y fundamento del itinerario espiritual de S. Benito.
También S Benito recibe la influencia de Basilio que considera el temor de Dios como el clima de toda vida espiritual del monje y lo asocia a la mirada de Dios cuyo recuerdo persistente impide al monje caer en los pecados  de la cólera, la pereza, la vanidad, etc. Este recuerdo en términos técnicos de la teología espiritual antigua, se llama la “memoria Dei” no como origen de cierta contemplación mística, sino llenarse de la tremenda santidad de Dios y del juicio que sufriremos, para alcanzar la purificación, la “pureza de corazón” indispensable según la tradición monástica y bíblica  para entrar en el acatamiento de Dios. Todo este primer grado está evocando la memoria Dei para renunciar a la propia voluntad y abrazar la de Dios.
En la terminología moderna,  ya hemos dicho, es una presencia de Dios que  permite una vida sana y libre.

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