Destacan los “anavin” como un pueblo purificado, con virtudes apropiadas a su estado de vida: obediencia, resignación, prontitud para el sufrimiento, temor de Dios, esperanza, piedad y humildad.
El evangelio de la infancia está poblado de anavin. La espiritualidad de esta gente sencilla, humilde y religiosa, alcanza su cima más alta en María. Proclama con gran sinceridad las maravillas obradas por Dios, porque se fijó en su humilde esclava.
En el NT, la Palabra de Dios se hace carne para conducir al hombre a la cima de la humildad, que consiste en servir a Dios en los hombres, en humillarse por amor, para glorificar a Dios, salvando a los hombres.
Jesús se presenta como el Mesías de los pobres, de los humildes, de los anavin. De los que no solo están despegados de las riquezas terrenas, sino también y sobre todo sienten en lo hondo de su espíritu la propia miseria moral, la necesidad de Dios, el deseo de Dios.
La idea de humildad en la doctrina de Jesús tiene dos vertientes: pobreza ante Dios, mansedumbre hacia los hombres. Pero esta mansedumbre en relación con los hermanos, procede de la pobreza profundamente sentida respecto a Dios.
Jesús mismo se cuenta entre los anavim, se ofrece como modelo diciendo ser manso y humilde de corazón y pide que aprendamos de él.
Cristo, según S. Agustín fue el maestro de la humildad con su palabra y su ejemplo. Así lo entendieron tanto sus discípulos como la Iglesia primitiva.
S. Pablo, exhortando a los filipenses a abrazarse con la humildad, les brinda como un modelo heroico y sublime la kénosis voluntaria de Cristo, que no se aferro a su categoría de Dios, al contrario se anonadó, se vació, en cierto modo de sí mismo, hasta el punto de tomar la condición de esclavo, haciéndose un hombre como otro cualquiera. S. Pablo hace hincapié no en el hecho de la Encarnación, sino en el modo en el que esta se realizó.
Este texto paulino es de una trascendencia incalculable. Deseando promover la concordia entre los filipenses, Pablo los invita no a considerar tal o cual ejemplo de la vida de Jesús, sino a reflexionar sobre la disposición más profunda y radical de su existencia desde la encarnación hasta el calvario, para que se la apropiasen: Tened la misma actitud de Cristo Jesús.
De aquí que la humildad no es solo una virtud típicamente cristiana, sino que la humildad es seguir, imitar a Cristo, aprender del Maestro que es manso y humilde de corazón. Es tener sus mismos sentimientos, adoptar la misma actitud que el mantuvo durante toda su vida mortal. Humildad e imitación de Cristo se convierten en sinónimos.
Ser humilde en el sentido propio y cristiano de la palabra consiste en seguir a Cristo humilde e identificarse con Cristo humilde. Hasta tal punto de que seamos capaces de imitarle en su kénesis.
La humildad en los Padres.- Con los textos de la época patriótica se puede formar un hermoso y denso florilegio sobre la humildad, ya en sentido general, bien relacionado con el ejemplo de Cristo.
Para S. Atanasio, la humildad es una virtud interior cuyo modelo es Cristo. Para Basilio es servicio del prójimo. Para Juan Crisóstomo, madre y guía. Para Jerónimo, guardián de todas las virtudes.
S. Agustín llama a Cristo Magíster humilitatis, Doctor humilitatis. Cristo no solo aportó a los hombres la fuerza de practicarla, sino que le trajo el mismo concepto. Los filósofos la ignoraron.
La humildad no es otra cosa que la trayectoria del Verbo hecho carne, el camino que vino a enseñarnos con su doctrina y ejemplos.
Humildad es reconocimiento de la propia realidad humana y propósito de realizar plenamente la voluntad de Dios. Tiene numerosos textos con expresiones conmovedoras.
Seguir a Cristo, imitar a Cristo es ante todo imitar su humildad, conservar la misma actitud de Cristo desde la Encarnación hasta la cruz, respecto a Dios y a los hombres.
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