Temerán a Dios con amor, amarán a su abad con amor sincero y sumiso, nada absolutamente antepondrán a Cristo y que El nos lleve a todos juntos a la vida eterna. 72,8‑12.
La comunidad, en la medida que vive este ideal llega a ser sacramento, es decir signo visible de algo invisible. La comunidad es la epifanía de la presencia invisible de Dios en los hermanos, la manifestación de este misterio que es Cristo en nosotros como esperanza de gloria. Nos amamos unos a otros porque nos sabemos amados en Jesucristo. Y este mensaje nos lo comunican también los hermanos por el hecho de sentimos amados por ellos. Cristo es amado en el «tu» concreto del otro.
Esto solamente podemos realizarlo si tomamos a los otros en serio, no como simples objetos de un ejercicio piadoso, sino como personas que merecen ser amadas con un amor ferventísimo.
S. Benito quiere que temamos a Dios como servidores responsables, como hijos. Es la disposición benedictina por excelencia que ha de perpetuarse en nosotros, es como el aguijón de nuestra fe, la expresión práctica de nuestra caridad.
En el Pontifical Romano, en el prefacio de la consagración de las vírgenes encontramos también esta frase «teman con amor».
Amor y temor suelen verse ordinariamente como consejos antagónicos, que se excluyen mutuamente. Los antiguos pensaban de modo distinto. Así por ejemplo, S. Cipriano de Cartago une amor y temor de Dios en una misma frase. Explica que a Dios hay que amarlo porque es Padre y temerlo porque es Dios. Según Casiano el temor amoroso de Dios, el temor de amor, debe considerarse como el grado más alto y sublime al que pueden llegar los perfectos. El temor que nace de la caridad más acendrada, que ya no puede temer otra cosa que herir el amor con la más pequeña herida, con el más leve roce.
Para dejar claro que la autoridad del abad deriva efectiva de Dios, que es el sacramento del Señor entre nosotros, S. Benito hace un hueco al abad entre Dios Padre y Cristo en este último capitulo de su Regla. Es más, pide que la caridad sea la norma segura de nuestras relaciones con el abad. Es un precepto formal aunque no enteramente nuevo. Ya había ordenado que se le llamase «abad y señor» por honor y amor a Cristo. Y al mismo abad le había aconsejado que procurara más ser amado que temido, según una formula de la regla de S. Agustín.
El abad está obligado a amar a los monjes. No es extraño que los monjes a su vez deban amar al abad, no sólo temerlo y honrarlo.
Es de advertir que el tema del amor al abad falta por completo en la RM. El esquema vertical de las relaciones de los discípulos con su «doctor» no lo requiere. Según el Maestro no se requiere más que fe y obediencia.
La RB por el contrario suscita el amor recíproco de los monjes y su abad dentro de la corriente de caridad que tiene por objeto el mismo Dios.
En cuanto a la disposición de no anteponer nada al amor de Cristo nos es ya conocido por el instrumento de las buenas obras y que S. Cipriano explica admirablemente en el tratado del Padrenuestro. No anteponer nada a Cristo, porque él no antepuso nada a nosotros.
En el instrumento 21 decía no anteponer nada al amor de Cristo. Aquí desaparece el vocablo «amor», pero queda compensada su falta material por el «omnino» rotundo, enérgico y triunfal que confiere al «nihil” la fuerza de lo absoluto e irrevocable. Una vez por todas, el monje ha colocado el amor a Cristo por encima de cualquier otro amor.
Termina S. Benito con un deseo en forma de oración. «El cual (Cristo) nos lleva a todos juntamente a la vida eterna». Se trata de ese deseo de vida eterna que nos ha inculcado repetidamente a lo largo de la Regla y que aquí aparece como coronamiento de este capítulo sobre el buen celo.
Fijémonos en la fuerza de la palabra «pariter», todos juntos, que confirma la valoración de las relaciones entre los miembros de la comunidad, que hemos de procurar vivir no como algo accesorio sino como algo esencial a nuestra opción. Esta es la respuesta que S. Benito da al mayor de los peligros del monaquismo y de toda vida humana, el peligro de vivir a la defensiva, el individualismo, él hacerse inmune a los otros, y en consecuencia a Dios. El que no sabe amar a los otros no puede tener idea de lo que es amar a Dios.
Este es el testamento espiritual de S. Benito. Aquí olvida las precedencias en la comunidad, la disciplina regular, los trabajos de la ascesis. Es un capítulo que todo es amor a Cristo, al abad, y muy particularmente amor recíproco de los hermanos.
En este texto tan denso hemos contemplado a los monjes honrándose, soportándose, obedeciéndose complaciéndose unos con otros, desviviéndose unos por otros.
La nueva dimensión, dimensión incuestionablemente esencial en la vida común, que completa, enriquece y hasta cierto punto modifica el ascetismo monástico descrito en los primeros capítulos de la R.B. En el capítulo 72 tiene su ratificación plena, su expresión más feliz: las relaciones fraternas animadas por el amor.
S. Benito ha descubierto todo el valor humano y cristiano de la comunidad, se ha convencido plenamente de que los monjes cenobitas no conviven en el monasterio únicamente por ser discípulos de un mismo maestro, el abad, sino porque la vida misma de la comunidad, la comunión de espíritus, el compartir el servicio de Dios con plenitud, constituyen un fin en sí. Al mismo tiempo que es el medio propio de este género de monjes para correr hacia la vida eterna.
Por esto al final de la Regla da tanta importancia a la convivencia de los hermanos, a sus relaciones interpersonales, a las relaciones de todos entre sí, con el abad y con Cristo.
Cuando trata de hacer testamento, por así decirlo, no quiere legarlos otra cosa que el buen celo, una emulación por el amor en las diversas manifestaciones del amor. S. Agustín describe así la vida ejemplar de las comunidades que él conoció en Milán y en Roma:»Es la caridad lo que se observa principalmente. A la caridad se ajusta su alimento, a la caridad se ajusta su conversación, a la caridad se ajusta su vestido, a la caridad se ajusta sus semblantes. Todo se endereza y coopera hacia y una misma caridad. Saben que Cristo y los apóstoles de tal modo la recomendaron que si ella falla, todo es nada, y si está presente, todo adquiere su plenitud.» El ideal comunitario de S. Benito quizás no podría expresarse con palabras más felices
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