Y en otro lugar: “Muerte y vida están en poder de la lengua”. (65)
El silencio puede contemplarse desde diferentes puntos de vista: como un no hablar pasivo, como actitud interior de recogimiento, como una lucha contra las actitudes viciadas, como una actividad positiva, o sea como un acto de desprendimiento. “Muerte y vida están en poder de la lengua”. El desprendimiento a que nos conduce el silencio es el camino de la verdadera vida.
El silencio como actitud activa no consiste en que dejemos de hablar y de pensar, sino que nos desprendamos una y otra vez de nuestros pensamientos y palabras.
Que alguien sea capaz de guardar silencio, no es algo que se manifiesta en la cantidad de sus palabras, sino en la capacidad para prescindir de ellas. Así puede darse que alguien que exteriormente guarda silencio, es incapaz de acceder a ese desprendimiento en el que consiste el verdadero silencio. Puede callar para salvarse de cualquier ataque o eludir la lucha de la vida, a fin de poderse aferrar a sí mismo y a la imagen ideal que de sí mismo tiene.
Quien habla, se expone constantemente a los ataques de los demás. Da a conocer sus puntos débiles y sus palabras pueden ser criticadas y ridiculizadas, o que tenga que avergonzarse de ellas.
Cuando compruebo que mis palabras han sido realmente absurdas y soy capaz de dar gracias a Dios porque me he puesto en ridículo con ellas, entonces estoy realmente liberado. Y esa liberación es lo que realmente se busca en el silencio.
La tradición monástica no conoce este concepto de desprendimiento por medio del silencio, sino que describe con otras imágenes el contenido de ese concepto moderno. La imagen de la muerte y de la peregrinación, que veremos en otra ocasión.
Mientras guardo silencio afloran en el interior todos los pensamientos y sentimientos imaginables. Se puede uno enfrentar a ellos hasta que se calmen.
Pero otro método es no darles demasiado importancia y si se quiere uno desprender a toda costa, volverán a aparecer una y otra vez en la imaginación persiguiéndole.
Liberarse significa por tanto percibir y examinar los pensamientos y sentimientos y después distanciarse de ellos. El pensamiento puede permanecer en la mente, se le contempla y se le deja en libertad con lo cual lo dejo de lado. Si vuelve a aparecer instantes después no hay que enfadarse por no haber conseguido desprenderse de él, sino que hay que volver a dejarle delado. Así los pensamientos van y vienen, pero no poseen al monje. Si confía que Dios le acepta con todos los pensamientos que torturan y oprimen, entonces se liberaré de esa presión. Se muestran los pensamientos a Dios y se les entrega. Pueden seguir yendo y viniendo, pero uno será libre, pues permanece en silencio y tranquilo.
Pero ¿que es lo que se debe acallar? Ante todo las tensiones internas. Los pensamientos y sentimientos pueden generar tensiones en nuestro interior, nos poseen. Mientras los pensamientos sostengan esa tensión, seremos incapaces de manejarlos de manera fructífera. Así lo primero es eliminar la tensión interior que tienen sus manifestaciones incluso corporales. Para liberarse hay que llegar a una actitud interior de silencio. El que pretenda alcanzarlo a través de una distensión corporal, como técnica, para liberarse de las tensiones desagradables, sin modificar su actitud interior, no les servirá de nada. Así sólo trata los síntomas externos.
Otro método es ir a las causas de la tensión. ¿Dónde están las apetencias y deseos inmoderados? Si pretendo deshacerme de la preocupación angustiosa, no se consigue con un acto de la voluntad. Una ayuda para liberarme de las tensiones es la convicción de que Dios me protege, que puedo dejarme caer en sus brazos pues no nos esperan unos brazos castigadores, sino amorosos. Dejarse caer en los brazos de Dios tiene algo que ver con el amor. Dejo que Dios me quiera y confío en él. Renuncio a todo éxito espiritual y me entrego a Dios tal como soy, con todos mis pensamientos que me abruman.
Entonces Dios asume la dirección del alma, busca lo mejor para mi y me muestra su amor.
En definitiva, en el silencio tiene lugar un cambio interior, ya que no soy yo quien debe planificar mi vida, sino que Cristo debe reinar en mí. Y entonces permanezco en silencio, entregando a Cristo la llave de mi vida.
Quien se dispone a guardar silencio comprende lo difícil que es acallar los pensamientos. Una y otra vez afloran pensamientos enojosos, o la mente piensa mil y una cosas. En el silencio se opera el paulatino desprendimiento interior.
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