Por lo tanto dada la importancia que tiene la taciturnidad. (6,3)
Hemos comentado como el silencio tiene la misión positiva de ayudar al monje a encontrarse a sí mismo, y su efecto terapéutico al distanciarse de la agitación y el enojo, a la vez que ayuda a conocerse mejor uno a sí mismo.
Pero tiene otras funciones terapéuticas. Puede poner orden en el caos interior de nuestras emociones y agresiones. No es que suprima las emociones y los impulsos agresivos pero pone orden en ellos.
Cada vez que uno habla, reaviva las emociones, mientras que en el silencio, estas se calman. Si a una excitación interior se le permite liberarse, se hace más fuerte. A menudo, cuando dejamos que aflore al exterior la animosidad que sentimos por otra persona, dicho sentimiento se acrecienta. Entonces tomamos una actitud definida frente a esa persona. A partir de ese momento, comenzamos a defender nuestras palabras nacidas de la excitación. El silencio puede ser un medio para empezar a tratar esa excitación.
No significa el silencio que no tengamos emociones. Lo que ocurre es que hace que las emociones se reposen. No es tan fácil. Pero el silencio exterior puede contribuir a que se calmen las emociones. Cierto que lo importante es llegar al silencio interior, pero como nos decía D. Ignacio Guillet en una carta de visita, el silencio exterior es la señal de que hay silencio interior, como el humo es señal de donde hay fuego.
El silencio requiere una disciplina que debe generar una actitud interior, que no nace por si sola. La disciplina exterior puede ser una ayuda para que cambie el corazón. No se trata simplemente de tragarse el enfado, pues esto solo proporciona la úlcera de estómago. Lo que hay que hacer es tratar el enfado, y el silencio puede ser una ayuda.
Pero también puede ser el silencio un veneno. Cuando uno considera que no necesita a los demás, que puede solucionarlo todo él solo, el silencio no cura, sino que aísla. Por orgullo uno no quiere comunicar sus problemas a otra persona, pues está empeñado en solucionarlos a fuerza de silencio. En la mayoría de los casos, lo que así se consigue son soluciones aparentes.
Recordemos una vez más, que taciturnidad es callar cuando se debe callar y hablar cuando se debe hacerlo.
Los monjes confiaron a la “discretio” la tarea de distinguir cuando hay que guardar silencio, y cuando sería mejor hablar. Cabe la posibilidad de que sea absolutamente necesario hacer comprender a la otra persona, que el malestar ha sido provocado por su comportamiento. En tal caso el silencio sería una excusa piadosa para eludir la conversación con ella.
Pero si en lugar de mostrarle inmediatamente mi enfado, guardo silencio, puedo valorar si realmente merece la pena hablar con ella, y en caso afirmativo, en qué tono debo hacerlo. Así mi reacción será más mesurada y comedida después del silencio. Una vez desaparecido el calor inicial de la agresividad, puedo mantener una conversación con la otra persona de modo más clarificadora, más objetiva y menos emocional. Así la conversación podrá ser más fructífera para las dos partes.
Los monjes antiguos también recomiendan el silencio si alguno ve que otro ha cometido una falta, ya que naturalmente somos propensos a condenarla. Condenar a otra persona nos hace ser ciegos a nuestras faltas. Es conveniente callar. Después, a través del silencio, podremos distinguir nuestras propias faltas, al ver las de la otra persona.
Aunque uno crea que conoce exactamente la falta de otro y puede tocarla con la mano, no debe juzgarlo. Y si lo hace es muy fácil equivocarse y proyectar en otra persona una falta propia.
Para los monjes antiguos, el silencio consistía esencialmente en renunciar a juzgar, no solo con palabras exteriores, sino también el dialogo interior. Sin que seamos conscientes de ello, juzgamos constantemente a las personas con las que tratamos. Nuestra razón enjuiciadora habla continuamente en nosotros. Si guardamos este silencio interior respecto a los demás, accederemos a la paz interior.
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