Enseña aquí el Profeta, que si hay ocasiones en las cuales debemos renunciar a las conversaciones buenas, por exigirlo así la misma taciturnidad, cuanto más debemos abstenernos de las malas conversaciones por el castigo que merece el pecado. (6,2)
Estamos comentando este párrafo de la RB a la luz de la enseñanza de los Padres del monacato, ya que es la fuente donde S. Benito bebió su doctrina y orientó su vida. Recordemos que nuestros Padres de Cister se fijaron tanto en la doctrina como en la vida de S. Benito para orientar su nuevo modo de vida.
En este párrafo se habla de “malas conversaciones”. La tradición monástica señala cuatro peligros que acechan al monje si no observa debidamente la taciturnidad. Ayer comentaba el peligro de la curiosidad que lleva a la dispersión interior, que vacía de contenido la vida espiritual del monje.
El segundo peligro es el juzgar a otros. Si nos fijamos atentamente, constataríamos que nuestras conversaciones, o en gran parte de ellas son para hablar de los otros. Las demás personas son en verdad un tema interesante. Proporcionan materia incesante para la conversación. Incluso cuando alguno quiere hablar en términos positivos sobre otro, se puede ver como los juzga y clasifica comparándose con uno mismo.
A menudo, cuando uno está hablado de otro, está hablando de sí mismo sin darse cuenta. Habla de las cosas que le gustaría tener y de las cosas que le causan inquietud o le provocan. Cuando hablo de otros, sin darme cuenta, puedo estar hablando de mí mismo y de mis problemas. En consecuencia este proceder no me lleva a un mayor conocimiento de mí mismo, sino por el contrario a no observarme debidamente.
Cuando uno habla de otros, se aparta de la realidad propia y a un buen observador, no le es difícil advertir como se traiciona a sí mismo constantemente al hablar. Por eso hablando de otros, se puede descubrir cómo nos va, qué pensamos, en qué nos ocupamos, qué problemas no conseguimos superar interiormente.
Cuando una sirvienta le dice a Pedro, “tú también eres uno de ellos, pues hasta tu forma de hablar te delata”, la mujer no se refería solamente al dialecto que hablaba el apóstol, sino sobre todo a lo que decía. Todo lo que decimos delata nuestro interior, sin quizás nosotros darnos cuenta.
Un tercer peligro según la antigua espiritualidad monástica, se refiere al ansia de notoriedad. El que habla mucho se erige en centro de cuanto dice. Habla una y otra vez de sí mismo, se pone en el punto justo, junto a la luz justa, para que se le vea favorablemente. Por eso el monje griego, S. Juan Clímaco decía: “la locuacidad es el trono de la vanidosa avidez de notariada , en el que se sienta para administrar justicia sobre si mismo y darse a conocer al mundo a bombo y platillo.
El que habla quiere llamar la atención, y espera que se le escuche, que se le tome en serio e incluso que se le admire. Sin darse cuenta, uno manipula las palabras de manera que generen reconocimiento. Así lo que se dice sirve de ordinario para satisfacer el afán de notoriedad.
El cuarto peligro es que hablando sin control, se descuida la actitud de vigilancia interior. Al hablar desmesuradamente se abandona la actitud de alerta sobre uno mismo. Una sentencia de los Padres lo explica así. El Padre Diadoco dijo: “de la misma manera que se si mantienen abiertas las puertas de un horno caliente, el calor se sale rápidamente, el que habla mucho, aunque sea bueno lo que dice, deja que su memoria se escape por la puerta de la boca.” Diadoco entiende por “memoria” el estar en sí mismo, estar preso en Dios, el recuerdo de Dios. La “memoria Dei” de que hablan las Constituciones.
Al hablar una y otra vez de mí mismo, dejo el centro y salto por encima de los límites interiores que mantienen en orden mis sentimientos y pensamientos.
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