No eche en olvido la regla con el pretexto de su sacerdocio pues por eso mismo ha de avanzar más y más hacia Dios.62, 4.
San Benito no es contrario a la ordenación de los monjes, a revés de los Padres del Desierto y de la misma RM. Pero quiere estar seguro de la coherencia personal del monje ordenado para el servicio de la comunidad. Coherencia que solamente puede darse por una fidelidad mayor a su vida de monje, que S. Benito sintetiza orientando hacia cuatro actitudes que considera decisivas: humildad, obediencia, fidelidad la Regla y deseo ardiente de avanzar más y más hacia Dios.
Es necesario un esfuerzo de profundización doctrinal para llegar a superar esa visión del sacerdocio que se movía en unas coordenadas de poder, rango social y privilegios clericales.
Se trata de asumir una visión del ministerio sacerdotal que se fundamente en la vida fraterna, juntamente con los hermanos no sacerdotes, y que son lo mismo que el monje sacerdote, discípulos de Cristo de pleno derecho.
Pero hay que evitar otro peligro. El empobrecimiento de la idea del ministerio a base de vaciarlo de su sentido místico y sacramental, en referencia a Cristo y a la consagración total al servicio de su reino, como si se tratara de unos liberados a media o a plena dedicación a los que la comunidad encarga unos servicios determinados.
Creo que para vivir en plenitud estos ministerios hemos de considerarlos dentro de la gran diaconía de Jesús y como prolongación de esa diaconía de salvación para ser testigos del Padre en medio del mundo. “A sí como el Padre me ha enviado, así os envío yo”.
Se trata de la gran diaconía de la salvación que el Hijo de Dios hecho hombre y servidor de los hombres ha comunicado primordialmente a la comunidad eclesial. Esta comunidad ha interpretado el deseo de Jesús como dirigido a toda la Iglesia: “Id a todos los pueblos, bautizándolos en nombre del Padre…enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. Todos los miembros de la Iglesia participan de esta diaconía. Desde el bautismo estamos todos configurados con Jesucristo, profeta, rey y sacerdotes, como enseña la doctrina tradicional y el Concilio lo ha repetido varias veces. Por tanto todos los miembros de la Iglesia somos enviados para servicio de todos los hombres, para hacer que les llegue el mensaje de salvación.
Pero en la Iglesia hay una gran variedad de carismas, ministerios y servicios. Todos ellos reciben su sentido y razón de ser desde esa referencia a la diaconía de Jesús.
El ministerio concreto del presbítero tiene unos valores específicos que no pueden confundirse con ningún otro, pero su raíz profunda es la misma que tienen otros ministerios: es Jesucristo el que continúa su diaconía de salvación a través de todos los carismas y ministerios. Por tanto es Cristo quien evangeliza a través de los obispos y los presbíteros, es Cristo quien actúa en los sacramentos de la Iglesia, es Cristo, quien conduce a la comunidad hacia la unidad y perfección del amor.
Por tanto en estos ministerios no se da solamente una función que cumplir, sino una exigencia de seguimiento radical de Jesús, es una incitación constante a la santidad que no puede uno eludir a no ser refugiándose en la frivolidad, o en el cinismo.
Son muchos los discípulos de Jesús que mediante la fidelidad a la llamada a la santidad, superando a sí los peligros profesionales del presbítero que pueden ser: un cierto orgullo de clase, un funcionalismo vació del sentido de Dios, la rutina, la ambición, el legalismo, el abuso de la buena fe de los fieles en provecho del egoísmo personal.
Consecuente con la inspiración fundamental, S. Benito ha solucionado el dilema entre sacerdocio y monacato, plateada por la tradición monástica con una invitación a la radicalidad cristiana: “que avance más y más hacia Dios”
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