Exactamente la que corresponde a los que no conciben nada más amable que Cristo. (5,2)
El amor a Cristo es el primero y principal motivo de obedecer. La idea no es nueva, pues ya advirtió en el Prólogo, que se empuñaban las gloriosas armas de la obediencia, para militar bajo el estandarte de Cristo, verdadero Rey.
Hay que tener muy presente la importancia primordial de Cristo en toda vida cristiana, y por lo tanto, en cierta medida, con mayor razón en la vida monástica. Como ayer comentábamos siguiendo al P. Severino Alonso, que desde S. Pablo hasta nuestros días, pasando por Sta. Teresa, la conversión verdaderamente bíblica, ha sido fruto de un encuentro personal con Cristo.
El Señor ha venido a traer fuego a la tierra, y su único deseo es ver abrasados todo los corazones. ¿Hasta que punto está abrasado el nuestro?
Después de anonadarse haciéndose hombre. Después de haber ofrecido por nosotros todas las fatigas, todos los pasos, todos los alientos de su vida durante treinta años. Después de haberse abrazado por nosotros todos los sufrimientos y humillaciones de su pasión, y por fin quedarse por un misterio de amor, en el sagrario hasta el fin del mundo, no nos pide en cambio mas que nuestro amor.
¿Qué cristiano no deberá amar con todo su corazón a su Salvador crucificado? Y el monje ¿que otra cosa tiene que hacer, que amarle con todas sus fuerzas?
Amar y seguir a Jesús. Seguir bajo sus banderas, no tener nada más querido que Jesús, no preferir nada al amor de Cristo. Participar aquí abajo de los sufrimientos de Jesús. Esperar participar algún día con él en el cielo. He ahí lo que S. Benito se esfuerza en inculcarnos en su Regla.
El monje no se santifica, como dice la leyenda, cavando su fosa, sino mirando a Jesús, esforzándose por abrirse a la gracia que le configura con él. Apasionándose más y más por Jesús.
Es verdadero hijo de S. Benito aquel que no tiene en su corazón más que a Jesús.
El amor no es otra cosa que una necesidad de darse. El amor cristiano no se alimenta de palabras y sentimientos. Quiere actos. Jesús ha muerto y resucitado dice S. Pablo, para que los que viven, no vivan para sí mismos, sino por él que ha muerto y resucitado por ellos.
Uno de los medios mejores para vivir esta vida unida a Cristo es la obediencia. Por ella no solo entregamos nuestros bienes y comodidades, sino todas las facultades de nuestro cuerpo y nuestra alma. Nuestra voluntad propia, nuestra libertad, En una palabra, todo nuestro ser. La obediencia es el don de sí mismos
Desde que el amor se apodera de un corazón, enciende enseguida el celo sagrado por la obediencia. El nos impulsa a todas las virtudes, porque todas le dan ocasión de dar alguna cosa al Señor. Y preferentemente es por medio de la obediencia la que ofrece la ocasión de dar todo lo que tiene y todo lo que es.
La obediencia es hija de la humildad, pero sin amor no puede haber ni humildad ni obediencia. La fe hace que las virtudes sean sobrenaturales, la esperanza las sostiene, pero es la caridad la que las hace vivientes y agradables a Dios. Es en el amor donde la obediencia tiene que tomar la savia para alimentarse. Cuanto más abundante es la savia, más abundante es la vegetación y más numerosos y magníficos los frutos. Y recíprocamente, cuanto mejores son los frutos, más suponen una sabia poderosa que los produce.
La obediencia que S. Benito describe, es un fruto admirable sobre todos. Esa gozosa prontitud, ese celo con el que discípulo ejecuta las órdenes del Maestro, no pueden provenir más que de un amor ardiente.
Por esto S. Benito dice que esta obediencia pronta es peculiar de los que ninguna cosa aman tanto como a Jesucristo. Y cuanto más pronta y gozosa, más supone el corazón poseído del amor a nuestro Señor
Del mismo modo que la obediencia es la medida de nuestra humildad, lo es también de nuestro amor.
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