No se puede volverá Dios sin remover antes los obstáculos que atraviesan el camino. S. Benito presenta a la vida monástica como un retorno a Dios. Es como su razón de ser.
El pecado nos ha apartado de Dios desde nuestro nacimiento, por el pecado personal nos desviamos de Dios, bien infinito e inmutable, y nos volvemos hacia la criatura, según la definición de Sto., Tomás. Si queremos volver a Dios tenemos que romper todo lazo desordenado con las criaturas.
Seria una ilusión pensar que Dios se nos comunicase sin detestar el pecado. Debemos desear ardientemente la unión con Cristo, pero este deseo debe ser eficaz, que nos mueva a remover cuanto se oponga a esta unión.
Es un buen deseo vivir entregados al amor de Dios, a la oración, a la contemplación, a la caridad…Esto es lo que podemos llamar parte positiva de la vida espiritual. Pero no tenemos que olvidar que esta vida positiva, solo será firma y duradera, si se fundamenta en un alma purificada de todo pecado o hábito vicioso. Lo contrario sería edificar sobre arena.
S. Benito entre los instrumentos que nos ofrece para realizar nuestra vocación, dice en uno de ellos”Todos los días confesar en la oración con lágrimas y gemidos, los excesos de nuestra vida pasada y que nos enmendemos de ellos”. Y en el cap., 7 leemos:”cuando el alma esté purificada de vicios y pecados, el Espíritu Santo obrará plenamente en ella, y el amor perfecto reinará como principio de su vida”. Este es el único camino para llegara la unión con Dios.
La purificación de corazón no es por tanto un fin, sino un medio para llegara la unión. Y la compunción es uno de los mejores medios para llegar a este fin.
La compunción es un sentimiento habitual de contrición, medio eficacísimos de evitar el pecado y estimular el amor.
Propiamente no son los pecados en sí los que ponen óbice a la gracia, pues Dios conoce nuestra debilidad, que estamos hechos de barro. Lo que paraliza la acción de Dios en nosotros es el aferrarnos al propio criterio, al amor propio. Fuente más fecunda de infidelidades deliberadas.
Jesús poco antes de la pasión, lloró sobre Jerusalén:”Cuantas veces quise atraerte a mí y no quisiste”. Cuando el Señor encuentra una tal resistencia, perece como impotente para obrar sobre esa alma, ya que mantiene hábitos que se oponen a la unión divina.
Para evitar este peligro del endurecimiento del corazón, nada mejor que el espíritu de compunción. Si hay mucha mediocridad e infidelidades deliberadas en una vida consagrada, es por falta de espíritu de compunción.
¿Qué es la compunción? Es una disposición del alma que la mantiene habitualmente en la contrición. Esto se puede iluminar reflexionando sobre el Hijo Pródigo. ¿Podemos imaginarle, después de su regreso en una actitud presuntuosa, desenfadada, como si siempre hubiera sido un hijo fiel? Cierto que no podía dudar del perdón del padre después del recibimiento que había tenido. Todo quedó perdonado. Y esto es un débil reflejo del perdón que recibimos del Padre celestial. Pero no se borraría de su alma el dolor por su conducta pasada y gratitud para con su padre. Podía decirle. Se que todo me lo habéis perdonado, pero mi corazón no deja de repetir con gratitud que me pesa de haberos ofendido, entristecido, y deseo con todas veras remediar con un amor más intenso, todo lo pasado.
Una persona que tiene estos sentimientos, no como un acto aislado, sino de modo habitual, es casi imposible que haga las paces con la mediocridad.
El Bto. Columba Marmión destaca como los primeros monjes, aunque reclutados en un ambiente más rudo que el nuestro, alcanzaban en poco tiempo una vida interior de gran firmeza, mientras nuestros días se caracterizan por una gran inestabilidad. Y señala que una de las principales causas es la falta de espíritu de compunción.
La compunción del corazón da lugar a una vida espiritual firme y estable. Pero los autores modernos son parcos al tratar esta materia.
S. Pablo en la carta a los Efesios, dice:”Sabéis que desde que llegué a Asia no he dejado de servir a Dios en medio de vosotros con humildad y lagrimas” (Hechos 20, 18,19) Y recordando los tiempos en que persiguió a la Iglesia escribe a su discípulo Timoteo llamándose a si mismo el primero de la pecadores, y que obtuvo misericordia para que Jesucristo pueda manifestar en él su inagotable longanimidad. (1 Tim 1. 13 sig.)
S. Agustín escribe en una carta: “Hablar mucho en la oración es hacer una cosa necesaria con palabras superfluas. Orar mucho es importunar con un piadoso movimiento del corazón, a la puerta que llamamos, porque la oración consiste, no en largos discursos y abundancia de palabras, cuanto en lágrimas y gemidos.
S. Benito en el cap. 52 dice que el monje que quiere entrar en la iglesia para orar solo, que lo haga no en alta voz, sino con lágrimas y efusión de corazón. Y en el 20, seremos atendidos no por el mucho hablar, sino por la pureza de corazón y el arrepentimiento con lágrimas. S. Benito no se expresaría así si no hubiese sido este el reflejo de su vida de oración. Y en capítulo séptimo dice del monje ha llegado al amor perfecto que excluye todo temor ¿cuál será su actitud? Se juzgará reo de pecado en todo momento, indigno de levantar la visita al cielo.
Sta. Teresa de Jesús, que según sus biógrafos, nunca perdió la gra cia bautismal, tenía ante sus ojos en su oratorio una frase no de amor y alabanza, sino de compunción:”No quieras entrar en juicio con tu sierva, Señor” y siempre que recordaba las gracias recibidas, ponía a su lado sus pecados. Y se colige de sus escritos que no se trataba de actos pasajeros de dolor, sino un sentimiento permanente. Cuanto mayor era las mercedes que recibía, tanto mayor era su dolor. Y dice que este es el estado habitual del alma en las sextas moradas. El Bto. Rafael, que conservó hasta su muerte la gracia bautismal, refleja en sus escritos, su dolor por sus pecados.
La compunción no es incompatible con la confianza, el gozo, sino por el contrario, los reafirma. Y la mejor prueba son las efusiones de amor y complacencia en Dios que grandes santos manifiestan en sus escritos y que vivieron el espíritu de compunción: S. Agustín, S. Benito, S. Bernardo, Sta. Gertrudis, Sta. Teresa, el Bto. Rafael. Rebosaban amor divino y de gozo del Espíritu Santo.
Por su misma naturaleza, la compunción participa de la contrición perfecta, que es una de las formas más puras del amor ¿Cómo alcanzarla? Ante todo pedirla al Señor. El misal tiene una oración pidiendo el don de lágrimas. Oración que recitaban con frecuencia los antiguos monjes. ¿No proclama Jesús bienaventurados, felices, a los que lloran?
Y junto con la petición, la meditación frecuente de la pasión del Señor. Si consideramos con fe y piedad los sufrimientos de Cristo, podremos considerar, por encima del dolor físico y sin pararnos en él, el gran amor de Dios para con nosotros. Esta meditación es como un sacramental que hace participar al alma de aquella profunda tristeza que envolvió a Cristo en Getsemani. El no podía sentir compunción en sentido estricto, porque su alma era la misma pureza, pero quiso sentir la tristeza que debiera tener toda alma por sus culpas. La mirada de Jesús moribundo llega hasta el fondo del alma, moviéndola a la penitencia. Ve en el pecado la causa de todos los sufrimientos de Cristo y el alma se aflige haber sido parte en ellos.
Cuando Dios ilumina al alma con esta luz, le concede una de las gracias más preciosas. El P. Faber dice: “Si hay algo que puede acompañarnos toda la vida es el sentimiento de compunción, Ha sido causa de nuestro retorno a Dios y no hay cumbre de santidad que no pueda escalar”.
Y dejamos de hablar de la compunción que procede del deseo de Dios, del cielo. Casiano nos describía en la lectura que hicimos hace pocos días, como vivian los monjes este deseo de Dios.
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