La ociosidad es enigma del alma, por eso han de ocuparse los hermanos unas horas en el trabajo manual y otras en la lectura divina. 48, 1°
S. Benito dispone en este capítulo que la lectio divina llena ciertos momentos entre oficio y oficio, para que juntamente con el trabajo, estén ocupados los monjes y evitar la ociosidad. Más adelante hablará de «meditar» .Ni aquí ni en otros pasajes explica la Regla el significado de estos términos, que eran perfectamente conocidos por los destinatarios inmediatos.
La Biblia desde los orígenes del monacato se convirtió en el libro de los anacoretas y cenobitas. La Escritura era para los Padres del Desierto escuela de vida y por eso mismo de oración.
Los Padres del Desierto deseaban vivir fielmente todos los preceptos de la Escritura, y el que encontraban con más frecuencia era el que debían orar sin cesar.
En la Vita Antonii se dice que trabajaba con sus manos porque había escuchado «el que no trabaja que no coma», y oraba continuamente en la intimidad. Estaba tan atento a la lectura que nada se le escapaba de la Escritura de modo que la memoria le hacia las veces de libro. Hay que resaltar como en este texto de Atanasio se pone junto a la oración otras actividades, en particular el trabajo como lo hará más tarde S. Benito en su regla.
No se puede hablar de la Escritura como escuela de oración en los Padres del Desierto sin tener en cuenta las dos conferencias que Casiano dedica a la oración, la 9 y 10. En la novena dice que el fin propio del monje es la perfección del corazón. Consiste en la perseverancia continua en la oración. Y explica como todo lo demás de la vida monástica: ascesis, práctica de las virtudes no tienen otro fin que propiciar la oración.
Los grandes maestros, Pacomio, Basilio, Evaglio Póntico, Jerónimo, Casiano inculcaron con insistencia la necesidad de una lectura frecuente que denominaban «alimento celestial», «pan bajado del cielo», «carne y sangre de Cristo».
Pero ¿que significa en concreto «lectio divina»?
Antes de seguir, hay que dejar bien claro que «lectio divina» en los Padres del Desierto, en el monacato primitivo, no hay que tomar esta expresión en el sentido técnico moderno, un tanto reductor, y que es el que se le ha dado en las últimas décadas.
A los Padres del Desierto los autores posteriores los tienen por maestros y guías del monacato.
La expresión lectio divina entre los escritores latinos anteriores a la Edad Media designa la Escritura misma y no una actividad humana sobre ella. Es sinónimo de Sagrada Página. Así se dice que debemos leer atentamente la «lectio divina». Que el Señor en la «lectio divina» (=Escritura) nos recuerda tal o cual exigencia. Este es el sentido que tenía «lectio divina» en los Padres del Desierto.
No hablaban de una observancia particular que tiene por objeto la Escritura, sino de la Escritura misma como escuela de vida y por lo tanto escuela de oración para los primeros monjes.
La lectura como hoy se entiende debía ser bastante rara. Los monjes pacomianos, por ejemplo que venían de ambientes rurales del paganismo, debían aprender a leer para poder aprovecharse de la Escritura. Un texto de la regla dice que nadie debe haber en el monasterio que no sepa al menos NT y los salmos de memoria.
Una vez memorizados estos textos, se convierten en una «meleté» o «ruminatio» continua tanto en privado como en la synaxis. Y esta «ruminatio» no es concebida como una oración vocal, sino de una comunicación con Dios a través de su palabra.
Así la Escritura constituye el instrumento imprescindible de la formación a lo largo de todo el itinerario espiritual, el ámbito sagrado del encuentro del monje con Dios.
Se ha escrito a propósito de Casiano que para citar con tanta abundancia, oportunidad y frecuencia de memoria el texto sagrado, era preciso poseerlo hasta tal punto, que llena de asombro y produce admiración. Y lo mismo se puede decir de otros monjes escritores. Las catequesis y escritos de Pacomio y sus sucesores manifiestan esto mismo, pues eran hombres más bien rudos que no poseían las ventajas de la educación griega.
Para los monjes antiguos la lectio divina no consistía solamente en leer la Escritura sino vivirla. Evidentemente que para vivirla era necesario conocerla. Lo importante era dejarse interpelar por la palabra de Dios
Era la asimilación de la Palabra de Dios por la lectura y era su lectura esencial, asidua, imprescindible, y con frecuencia única. Pero para los Padres del Desierto no era esto un mero ejercicio de lectio que prepara gradualmente el espíritu y el corazón a la meditatio, y después a la oratio, con la esperanza de poder alcanzar la contemplatio. Para ellos el contacto con la palabra es el contacto que arde, que perturba y llama violentamente a la conversión.
No es para ellos un método de oración sino un encuentro místico y con frecuencia les da miedo, porque están conscientes de sus exigencias.
Las lecturas no podían ser muy variadas en un principio, ya que los libros resultaban carísimos y poseer un códice equivalía a poseer una fortuna. Pero con el correr de los años los libros se fueron multiplicando sobre todo en los monasterios, lo que permitió a los monjes el acceso a las obras más variadas.
En teoría, la lectio divina era una lectura apacible, reposada, rumiada, saboreada. Más que de aprender mucho, se trataba de estar leyendo, buscando un contacto vivo y vivificante con la palabra de Dios y gozar de este contacto una vez hallado.
No se consideraba la lectio como una actividad puramente intelectual. Todos, aún los más simples podían y debían practicarla, pese al esfuerzo que para todos esto suponía. «Tal vez quiero dar firmeza a mi corazón forzándome a leer la Escritura, pero el dolor de cabeza me lo impide y a hacia las nueve de la mañana me he dormido con la cabeza sobre la página» (Con 10,10) He aquí una experiencia que debió repetirse innumerables veces en la prosaica realidad cotidiana del desierto.
En otras ocasiones el alma se encuentra sumida en el sopor de la acedía, y la lectura causa aversión y perseverar leyendo, como los monjes sirios de los que habla S. Juan Crisóstomo, clavados a su libro, requiere una voluntad casi heroica. Es más, los antiguos estaban persuadidos que la lectura exige en toda coyuntura, un esfuerzo notable, teniendo que poner en ella todos los recursos de la propia persona para poder entrar en la comunicación de Dios. Además requiere una preparación remota, una vida ascética y santa. Una larga educación que excluye toda curiosidad puramente intelectual, intentando aprender el texto y evitando todo mariposeo inconsciente de uno a otro pasaje de la Biblia.
Llegar a poseer el arte de la verdadera lectio divina suponía según los maestros del monacato antiguo, una dura metodología, una disciplina de hierro. Por eso presentaban la lectura como una auténtica práctica ascética.
Es en realidad una práctica ascético muy apropiada para reconcentrarse, además es un arma contra las tentaciones purifica el corazón, es un estímulo de la oración, fuente de consuelo, de serenidad y de paz en medio de las tribulaciones de la vida.
Los maestros del monacato primitivo no conciben una contemplación de Dios que no brote de la lectio divina.
La lectio tenía en la meditatio un sustitutivo para uso de los monjes analfabetos y era también un complemento para los que sabían leer.
«Meditari» o «meditare» como prefiere la RB indica sobre todo una práctica eminentemente monástica, que tuvo una especie de preludio en las escuelas filosóficas griegas. En estas se imponía a los adeptos el «soliloquio», es decir la repetición constante y en voz alta de ciertas sentencias que se intentaba imprimir, no solamente en la memoria sino en todo el sistema psicológico, a fin de que se formaran en él reflejos y reacciones en conformidad con los principios de sabiduría enseñados por los maestros.
Para el monacato antiguo, como para los judíos la meditatio consistía sobre todo en repetir oralmente textos bíblicos aprendidos de memoria, o el hecho de aprenderlos a base de repetirlos. Era un ejercicio en el que intervenía el hombre entero, el cuerpo ya que la boca pronunciaba el texto, la memoria que lo retenía, la inteligencia que intentaba penetrar en su significado, la voluntad que se proponía lleva a la práctica sus enseñanzas.
La «meditatio» se convirtió en uno de los elementos más destacados de la praxis monástica desde sus mismos inicios. Casiano igual que otros maestros la recomienda fervorosamente.
Los monjes pacomianos la practicaban en el camino de ida o vuelta de la sinaxis, la trasladarse al comedor o a la celda, al encaminarse al trabajo y durante el mismo. Esta fue sin duda ninguna la forma de oración más generalizada en el monacato antiguo. No solamente seguía en vigor en tiempos de S. Benito, sino que no disminuyó a lo largo de la edad media.
Aunque la lectura no ocupase más que un tiempo restringido, se prolonga en el transcurso de otras ocupaciones por medio del ejercicio de la meditación. Los textos leídos y aprendidos en las hora de lectio, son luego «meditados», es decir, repetidos con la boca y el corazón a lo largo de las horas dedicadas al trabajo.
La «Meditatio» es el complemento necesario de la lectura porque hace presente la palabra en medio del trabajo. Gracias a ella la lectura da los frutos de una oración incesante.
La relación entre estas dos actividades es recíproca. Si la lectura requiere una meditación que la continúe, esta a su vez supone la lectura que la ha originado.
Agustín y Pelagio, estos dos contemporáneos que en otras materias se opusieron violentamente, están de acuerdo en este punto y es en la obra de ambos donde por primera vez se marca la costumbre de dedicar tres horas por día a la lectura. Pelagio quiere que estas tres horas sean las primeras de la mañana considerándolas como las mejores. Agustín señala que se debe dedicar a la lectura entre sexta y nona, antes de la comida.
Así se esdtyableción una disciplina que no aparecía ni en Pacomio ni en Basilio, ni en los monjes de Egipto. El determinar el momento concreto de tiempo, para la lectio, dejando toda otra actividad. Así fue formándose el horario monástico hecho de una alternancia de lectura y trabajo.
Estas dos ocupaciones proceden de una única y misma raíz: la voluntad de Dios.
La lectura en común o en privado, percibida por los ojos les era gravosa para algunos. Fulgencio muestra su desaprobación a aquellos de sus monjes que la descuidaban. Benito quiere reprimir severamente esta negligencia.
Sería un error pensar que esta alergia a la lectio fuese fruto de una época en la que la instrucción estaba poco generalizada y que la lectura era más difícil. Se trata de una de las dificultades de todos los tiempos porque proceden de la pereza natural del hombre y de la naturaleza de este libro austero que es la Biblia.
La calidad de las lecturas de los monjes era una de las preocupaciones de S. Benito. Temía sobre todo que se leyeran obras apócrifas o poco ortodoxas. A este peligro, hoy día se agrega el de las lecturas fáciles, entretenidas, mundanas, ya tengan por objeto la historia o la actualidad, que tiendan a ilustrar a los monjes sobre el pasado o a tenerles al tanto de la actualidad. A. de Vogüe se pregunta si esta clase lecturas no establecen a las comunidades monásticas en un clima extraño a la búsqueda de Dios.
Según el método moderno de la lectio, se debe leer lentamente, se debe parar en un versículo mientras éste alimente al corazón, y se pasa al versículo siguiente cuando los sentimientos se enfrían o la atención se disipa. Los primeros monjes se quedaban en un versículo hasta que lo habían puesto en práctica.
Un hermano vino al abad Pambo y le pidió que le enseñase un salmo. Pambo se puso a recitar el salmo 38. Apenas pronunciado el primer versículo:»Yo dije, vigilaré mi proceder para que no se me vaya la lengua» el hermano dijo: basta con este versículo. Pida a Dios para que tenga fuerza para aprenderlo y ponerlo en práctica. Diecinueve años más tarde se empeñaba en ello todavía.
La Biblia para los Padres, no es algo que se conoce con la inteligencia ni tampoco con el corazón, como gusta repetirse en nuestros días, confundiendo el concepto bíblico, con una noción más reciente y un poco sentimental. Para los Padres se conoce la Biblia cuando se la asimila hasta el punto de reflejarla en la vida. Todo conocimiento que no lleve a esto, es vano.
Un peligro actual es que frecuentemente, a veces de manera imperceptible, se ha trasformado la lectio en un ejercicio entre los demás ejercicios, aunque se le considere el más importante. El monje fiel hace media hora o una hora, o más de lectio y pasa a sus estudios, a sus trabajos, adopta una actitud gratuita de escucha de Dios durante este tiempo, y se entrega a las otras actividades con la misma intensidad y entrega., como si no hubiese optado por una vida de oración continua y de búsqueda constante de la presencia de Dios.
Todo esto no es solamente extraño al espíritu de los Padres sino que está en contradicción de la misma naturaleza de la lectio divina. Lo más importante de esta es la actitud interior. Ahora bien, esta actitud no es algo de lo que uno se pueda revestir durante media hora o una hora del día. Se tiende permanentemente, o no se tiene. Impregna toda nuestra jornada o de lo contrario el ejercicio de la lectio es un juego vació.
Es un error hacer de la lectio un ejercicio, en lugar de impregnar los mil y un enfoques de la vida diaria. Aún más, pensar que el texto bíblico puede interpelarme, trasformarme, solamente cuando me siento ante él completamente desnudo, sin recurrir a los instrumentos que pueden permitirme captar su significación primera. Se corre el riesgo de conducir a una actitud fundamentalista, incluso a una farsa mística.
El uso de los Padres como materia de lectio divina, requiere un serio trabajo de estudio para alcanzar la realidad que ellos han vivido, más allá del ropaje cultural que los envuelve.
El monje de hoy pertenece necesariamente a una cultura determinada y es en esta cultura en la que reencuentra la tradición monástica y tiene que dejarse interpelar y trasformar por ella.
En fin, los Padres del desierto nos recuerdan la importancia primordial de la Escritura en la vida del cristiano y la necesidad de dejarse trasformar por la palabra de Dios. Esto nos lleva a poner en cuestión algunos aspectos de la concepción moderna de la lectio divina, o mejor nos llama a sobrepasarlos para volver a un sentido más profundo de la unidad de lo vivido.
El monje menos que nadie puede permitirse estar dividido. Su nombre monachus le recuerda sin cesar la unidad de preocupación, de aspiración y de actitud que corresponde al que ha elegido vivir un solo amor con el corazón indiviso.
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