Si los monjes deben tener algo en propiedad.- (33)
Considerando la vida de Cristo, la tradición monástica y las enseñanzas del Vat.ll, no hay duda de la importancia y del valor que tiene la pobreza en la vida consagrada.
Pero nos podemos preguntar cómo puede vivirse la pobreza quince siglos después de S. Benito, con unos cambios tan profundos en la sociedad en la que vivimos.
Para reflexionar sobre ello, voy a servir de una carta del P. General D. Gabriel Sortais, que aunque ya hace cincuenta años que fue escrita, su particular visión, le permitió adelantarse al Vat. II, ya que murió apenas comenzado el Concilio, y que por lo tanto creo que conserva toda su fuerza.
En esta carta circular, después de haber reflexionado sobre la pobreza de Cristo tal como se refleja en los evangelios, y la pobreza en S. Benito y en los orígenes de Císter, se pregunta como vivir todo esto en la época actual.
La pobreza evangélica puede tener diversas matizaciones. Cada Instituto tiene sus rasgos predominantes y cada época sus exigencias y esto debe tenerse en cuenta.
Es interesante tener esto en cuenta, porque ciertas formas de pobreza no son adecuadas a la vida cisterciense, sea porque no concuerdan con los principios de vida monástica, sea porque no pueden ser las correctas en el siglo XX.
Por otra parte, estamos obligados a respetar la voluntad de nuestros Padres, y permanecer en las circunstancias particulares de nuestra época tan realmente pobres como fueron ellos en su tiempo.
Ciertamente, hay formas de pobreza que no son actas para nosotros. Actualmente, en reacción contra el confort y del lujo, hay almas generosas que están preocupadas por la pobreza.
Se han fundado familias religiosas aprobadas por la Iglesia, en las que para garantizar el desprendimiento personal, el mismo instituto renuncia a poseer. Esto es de gran provecho para las almas. Van a Dios por este camino con sencillez y alegría, que nos recuerdan los primeros frailes de S. Francisco.
Ante esta nueva situación, algunos se han hecho la pregunta si nuestras posesiones de terrenos, nuestros instrumentos de trabajo costosos, son todavía legítimos. ¿No sería mejor orientar nuestra pobreza imitando más a las órdenes mendicantes, esperando todo de la Providencia por un acto de fe renovado todos los días?
Para poder responder a esta pregunta, tenemos que examinar las razones de los que nos han precedido. Cuando S. Benito quiere que las actividades que se realizan en el monasterio basten para proveer a la comunidad de todo lo necesario, no tiene otra intención que librar a los monjes el tener que buscar fuera de la clausura, lo que no tienen dentro, pues como dice a continuación, tales salidas no son provechosas a sus almas.
Los primeros cistercienses les pareció que no dedicándose al ministerio exterior, no podían percibir sus frutos sin pecar a la vez contra la pobreza y contra la justicia.
La separación del mundo, fundamental para los monjes, excluye mendigar, que supone necesariamente contacto con los ricos, búsqueda del donante. Dependencia del mendicante respecto de bienhechor. Y la experiencia avisa que éste termina ingiriéndose en los asuntos domésticos de aquel a quien ayuda a vivir.
Por la misma rezón de separación del mundo no puede el monje dedicarse habitualmente al ministerio, por lo tanto le está prohibido aceptar las ofrendas que son su compensación.
Nuestras Constituciones nos imponen como un deber ganarnos el pan con el trabajo manual.
La pobreza monástica no es pues la de las Ordenes Mendicantes. Tampoco es una pobreza extrema, vecina a la miseria.
Contrariamente a lo que pudiera parecer a primera vista, el evangelio no aconseja la búsqueda de la miseria, y el mismo Jesús preservó de ella a sus apóstoles. Les dijo: “cuando os envié sin bolsa sin alforja y sin sandalias ¿os faltó algo? Nada respondieron ellos.
¿No tiene la indigencia ciertos aspectos inconvenientes que pueden hacerse sentir en el campo espiritual? “La pobreza es santa y amable, pero cuando se extrema, es de temer que perezca al espíritu de pobreza y sea uno inducido a faltas considerables” (Sta. Juana de Chantal) Y el P. Valuy hace esta observación llena de sentido común: “es un hecho constatado que también desde el punto de vista espiritual, la miseria es un peligro, lo mismo que el lujo, y puede convertirse en una fuente de pecados. Gran número de hombres, dicen las Libros Sagradas, han pecado a causa de su indigencia”
La Constitución Sponsa Christi, de Pío XII, precisa que “El trabajo monástico debe inspirarse en la Regla, en las Constituciones y costumbres tradicionales de cada Orden. No solamente tiene que estar en relación con las fuerzas de los monjes, sino también, debe ser realizado de tal forma que vista la evolución del tiempo y las circunstancias, procure a las monjas la subsistencia necesaria y contribuya también a la utilidad de los indigentes.”
Muchas de las consideraciones de D. Gabriel Sortais que siguen no son de mucha aplicación para nuestro caso concreto de nuestra comunidad por lo menos mientras se mantenga con un número tan reducido de monjes y, que por lo sencillo y pequeño que es todo, no crean mayor problema, pero si que son interesantes parta tener ideas claras sobre este punto de la pobreza.
La pobreza cisterciense hoy no debe traducirse ni por la mendicidad, ni por la privación de lo necesario, sino por un modesto tren de vida, asegurado por el trabajo de la comunidad, tanto si este trabajo consiste en la explotación de una finca agrícola, como de una industria. Ambas no pueden ejercitarse sin una maquinaria moderna.
Ganarse la vida supone poner los medios y estos medios en la hora presente son casi del todo mecánicos.
Este trabajo, destinado al sostén del monasterio, debe ser rentable, y no puede serlo por debajo de un cierto rendimiento. Aquí es donde el correr del tiempo nos obliga a una revisión no de nuestros principios, sino de nuestras costumbres.
Las propiedades no son ya lo que eran en otros tiempos, el coste de la vida ha aumentado sensiblemente después de las dos guerras mundiales, la mano de obra seglar se ha vuelto más cara teniendo que recurrir más a la de los monjes, a los que no obstante hay que dejar el tiempo necesario para el desenvolvimiento de su vida interior. La ayuda de los bienhechores, prácticamente ha desaparecido en muchos países. Todo esto obliga a una cierta intensidad de trabajo que no puede ser obtenida sin las máquinas.
Las máquinas plantean nuevos problemas. Su funcionamiento está ligado a su calidad. No es posible contentarse con instrumentos usados, guardar indefinidamente un viejo apero o procurarse uno de ocasión. Es preciso comprar a tiempo, comprar nuevo. No está aquí permitido cicatear en gastos ni tardar en remplazar una máquina buena todavía, pero inadaptada. Estamos obligados a renunciar a cierto exterior de pobreza.
El desarrollo de la producción ha acentuado algunos principios de administración que debemos tener en cuenta. Aquí no podemos olvidar el valor del tiempo. Antes en virtud de la pobreza, se veían obligados a remendar indefinidamente los objetos de su uso. Actualmente es con frecuencia más provechoso remplazar que perder demasiado tiempo en reparar. La pobreza religiosa actual debe distinguirse de lo que en otros tiempos se llamaba espíritu de economía, que tenía por norma la reducción de gastos y el uso prolongado de cada objeto.
¿Hay que lamentar este cambio que se refiere más a las apariencias que al carácter profundo de la pobreza? Por el contrario, podría servir mucho a la causa de la pobreza ayudándonos a discernir mejor sus verdaderos rasgos.
A fuerza de querer ahorrar, ¿no se arriesga uno a cicatear? ¿No acaba uno por mirar como fin, lo que no debía ser más que un medio? Muchos excesos son de temer cuando es el escrúpulo consigue desplazar al amor. Así un celo por la pobreza mal iluminado ha podido dañar a cierta decencia que se debería haber sabido conservar en los vestidos, en la casa, y conducir a cierta falta de cuidado que rallaba en la suciedad. Así se ha llegado al extremo opuesto de la virtud a la que se quería servir, cayendo en la avaricia.
Queriendo ser pobres por encima de todo, ¿no podemos parar en privarnos de cosas que llevarían nuestra alma a Dios? Hay a veces, dentro de los límites de una justa liberación, gastos que hay que afrontar, ventajas que hay sacrificar para conservar o para dar al cuadro de la vida monástica los encantos de un atractivo legítimo y santificante. ¿No reprochó Sta. Teresa a la priora de una de sus fundaciones, el haber vendido un cuadro cuya belleza ayudaba a sus hijas a elevarse hacia Dios? Es preciso guardar este espíritu de moderación del que estaba animada esta gran contemplativa.
El renunciamiento honra a Dios, pero la alegría espiritual que nos proporcionan sus obras no le da menos gloria.
La pobreza no está en la cumbre de la escala de las virtudes. Ella debe ceder el lugar a otras, en particular a la caridad. Lejos de endurecer el corazón, y apartarlo del amor, debe conducirlo a él.
Resumiendo, la pobreza cisterciense no se confunde con la mendicidad, ni con la miseria, ni tampoco con la economía. Mucho menos puede autorizar el escrúpulo o ser un pretexto para la fealdad. La pobreza es amor.
La pobreza cisterciense es no obstante una pobreza real. Hemos señalado que hemos de ganarnos la vida. Pero esto no nos autoriza a proveernos de demasiados medios de subsistencia. Hay que invertir en instrumentos de trabajo, pero esto no quiere decir que podemos gastar demasiado para nuestras construcciones e instalaciones. Hemos dintinguido la pobreza de la miseria, pero no es esto un obstáculo para conservar un tren de vida modesto. Intentemos precisar lo que tiene que ser nuestra pobreza actual en estos diversos campos. Así comprenderemos mejor el valor del testimonio y el deber que incumbe al monje de dar limosna.
Medios de subsistencia. Los trabajos agrícolas suponen la existencia de tierras. La propiedad de tierras siempre ha existido en la Orden. Su extensión no obstante puede estar sujeta a revisión en nuestros días. S. Estaban constata como su monasterio creció en tierras, viñas y graneros, pero a la vez dice que estos bienes no hicieron decrecer el fervor de la comunidad, pues tenía la experiencia de cómo las riquezas habían entibiado a Molesmes. Por eso decidieron que los monjes ayudados por los conversos cultivarían por sí mismos las tierras. La adquisición de más tierra estaría en adelante limitada la capacidad de la comunidad para explotarlas con sus propias fuerzas. En nuestros días los efectivos de los monasterios ha disminuido sensiblemente. Tampoco son necesarias grandes extensiones de tierras como en el siglo XII por que con los medios actuales se puede producir más en terrenos más reducidos. Tengamos con qué vivir, pero nada más.
Las posesiones están previstas para satisfacer una doble necesidad: la subsistencia de la comunidad y el ejercicio de la misericordia. Sobre este último punto ha habido una evolución. Las condiciones de la sociedad medieval no son las actuales. En la edad media los monjes debían asegurar obras de beneficencia, que ya nos les incumben hoy. El aspecto del papel social del monje ha caducado, ya que hay organismos especializados para cumplir las tareas humanitarias.
El desarrollo de la comunicaciones ha suprimido el problema de la hospitalidad tal como se presentaba en los tiempos en el que el viaje se hacia a pie. Sepamos distinguir entre el ideal monástico de nuestros Padres, siempre valedero y su realización en medio de un feudalismo hoy desparecido. Lo que era legítimo en tiempos de S. Bernardo, no lo es necesariamente hoy.
Guardémonos también para salvaguardar nuestra pobreza, de desarrollar exageradamente nuestras actividades. Los que las dirigen, están orgullosos de aportar su contribución a la subsistencia de la comunidad, pero que no actúen sin embargo como si hubiese entrado en religión para ser ganaderos o artesanos, constantemente preocupados por una cantidad de negocios que quieren aumentar.
Cuando S. Benito pide que se venda un poco más barato que los seglares, para que Dios sea en todo glorificado ¿no querría con ello que los monjes diesen a su alrededor el raro testimonio del desinterés? Las actividades excesivamente desarrolladas suponen una sobrecarga de trabajo para los miembros de la comunidad, o la presencia constante entre ellos de un gran número de seglares que traen al monasterio la atmósfera del mundo.
Algunos podrían pensar que abundantes medios de producción que asegurasen mejor el porvenir, darían al monasterio una atmósfera de seguridad que permitirían a las almas vacar más libremente a la contemplación. Cierto que un estado económico demasiado restringido, puede dañar indirectamente a la vida interior, sin embargo parece que sería anormal que la paz de los monjes dependiera de una seguridad puramente humana fundada sobre la posesión. Las riquezas siguen siendo un peligro para los monjes. La historia lo confirma, como los cistercienses no supieron guardarse indefinidamente de los peligros de la fortuna. Esta lección es siempre valedera.
Sigue D. Gabriel detalladamente cómo ha de ser los edificios e instalaciones en el momento presente, para que sean concordes con la pobreza cisterciense. Nuestros Padres edificaron como era costumbre en su tiempo.
Sigue diciendo que el Papa decía recientemente que los institutos religiosos deberían comprender el espíritu de sus fundadores y obrar como ellos lo harían en el momento actual. Este consejo que nos ha servido para pedir la adaptación de algunas de nuestras observancias a las necesidades de nuestro tiempo también vale para la construcción de los edificios conforme a las exigencias de la pobreza. En una audiencia que le concedió el 11 de febrero último (1957) EL Papa, bendijo los esfuerzas que se hacen en la Orden `para devolver a la pobreza el lugar que había tenido en el pensamiento de nuestros Padres de Císter.
También debe brillar esta pobreza en los empleos de los monasterios. Demasiados religiosos que para sí mismos se muestran solícitos por la pobreza, parece que se olvidan de ella en el momento que traspasan el dintel de su taller. ¿Dejamos de ser pobres cuando trabajamos? El local, las herramientas, ¿no debieran testimoniar que somos religiosos desprendidos de los bienes de este mundo? Debemos hacernos la reflexión que se hacía Sta. Teresa del Niño Jesús: “Soy pobre, por lo tanto es natural que me falte algo”.
El cuidado de modernizar el principal instrumento de trabajo de la comunidad no debe extenderse a los pequeños empleos. Nada falta en algunos talleres que están perfectamente montados como los de una gran empresa. ¿Por qué proveerse de un torno de último modelo cuando quizás no se usará ni una sola vez al mes?
Si cada uno se dedicase a eliminar de su oficina lo que no es verdaderamente necesario, es probable que estos esfuerzos particulares cambiarían el ambiente del monasterio, apareciendo un real espíritu de pobreza.
Vida cotidiana.-
Podríamos hacer esfuerzos personales en los detalles de nuestra vida cotidiana, en el modo de tratar lo que tenemos a nuestro uso, de la limitación de nuestras exigencias. Poco cuidado para no ensuciar la ropa, no desechar objetos aún en servicio, o estar de “morros” si sus hábitos no son de tejido que les gusta. Algunos se vuelven exigentes para la comida. Las salidas pueden ser ocasión de algunos abusos en pobreza.
Sin embargo la pobreza no es un simple reglamento disciplinario, sin valor fuera de la clausura, ya que la abrazamos libremente porque la amábamos. El tiempo del monje también pertenece a Dios y es un latrocinio reservárselo parte para sus gustos.
También el procurar que le regalen aquello que no le conceden los superiores, S. Benito lo condena como algo contrario al desprendimiento y también a la atmósfera fraterna de la comunidad. Algunos se engañan porque creen que no lesiona la pobreza porque no cuesta nada. Pero no hay que confundir pobreza con economía.
No hay que pensar que la época actual nos dispensa de estos renunciamientos, de esta humilde ascesis, pero santificante. Las personas seculares saben imponerse el sacrificio de una comodidad, de gastos inútiles, quizás lo hagan a disgusto, pero distinguen lo que es necesario de lo que no lo es. ¿No deberíamos enseñarles con nuestro ejemplo que el aceptar una privación es una alegría cuando voluntariamente se ha puesto el tesoro en el cielo?
El mismo realismo es el que guió las decisiones de nuestros Padres en lo que miran al culto divino. S. Bernardo distinguía entre la liturgia popular y la monástica. El monje no necesita un escenario para evocar la presencia divina, como los fieles. Esta decoración más bien le estorbaría como un artificio que complicaría su conversación con Dios.
Quizás alguien se maraville de esta austeridad cisterciense y oponga la teoría del “lujo para Dios”. Es verdad que la consagración de lo que el mundo estima de mucho valor puede hacerse con un hermoso espíritu de fe. Pero si se está verdaderamente desprendido ¿Por qué no se piensa más bien en ayudar a parroquias pobres? Es más realista para el monje desprenderse de estas cosas y contentarse con la desnudez de los primeros cistercienses. ¿Qué diría S. Esteban de algunos de nuestros vasos sagrados, de algunas de nuestras sacristías llenas de toda clase de ornamentos litúrgicos que no tienen el sello de la sencillez? ¿Habría aceptado la inclinación de algunos de nosotros a oficios que no tienen el sello de la simplicidad monástica, acompañados de un gran órgano de juegos múltiples?
Testimonio de pobreza y limosna.
El monje consiente en esta desnudez completa, incluso en el culto litúrgico, para así poder ofrecer al Señor un corazón libre de todo apego a las cosas creadas. Pero por mucho que tienda hacia el Reino de los Cielos, no puede creerse ya salido de esta ciudad terrestre, y si bien no tiene como primer fin la edificación de los fieles, tampoco tiene el derecho de olvidar que sus deficiencias corren el riesgo de desedificarlos.
Su pobreza no es sólo una actitud ante Dios, sino también lo es ante los hombres, de lo que inevitablemente son testigos.
Esta constatación señala al monje la conducta que debe seguir. Sin hipocresía, debe evitar toda infidelidad que al mismo tiempo que ofende a Dios, desedifica a los hombres. El ejemplo de desprendimiento por el contrario, arrastra a las almas elevándolas hacia Dios.
El cisterciense da testimonio de desprendimiento, en primer lugar por su negativa para retener para sí mismo cuanto sobrepase lo estrictamente necesario. Pero para ser verdaderamente sincero, debe verificarse esta renuncia tanto en el plano comunitario como en el personal, para no dar la impresión que mediante un rodeo hábil encontramos en común el disfrute de las cosas que individualmente habíamos sacrificado el día de nuestra profesión.
La pobreza no es sólo renunciamiento. Ante todo es una elección, un amor, una presencia. El objeto de esta preferencia es Cristo, pero no se puede amar a Cristo sin amar al mismo tiempo a los miembros pobres de su cuerpo místico.
El cisterciense, llamado por Dios a la soledad, no tiene que salir del monasterio, para encontrar la miseria humana. Pero su vocación, lejos de dispensarle de este deber, le hace un deber más imperioso. Según la enseñanza de S. Bernardo, su fin es devolver a su alma la semejanza perdida por el pecado, y no puede olvidar que según S. León, la caridad es la señal de la semejanza con Dios, que es amor.
Amar la pobreza es amar al pobre. ¿No hacemos diferencia entre el rico y el pobre, entre aquel del que esperamos algo del que nada esperamos? La limosna también están en el orden de la pobreza, y Jesús no la ha separado del desprendimiento pues prescribe a sus discípulos: “Vende lo que tienes y dalo a los pobres”.
¿Creemos que nuestra clausura nos podrá al abrigo de la condenación de aquellos que no han sabido dar de comer o vestir a los que lo necesitaban? Además no tendríamos excusa de vernos dispensados, ya que en varios lugares de la Regla nos recuerda esta obligación. El cuidado de los pobres fue una de las principales preocupaciones de nuestros Padres.
Hay una categoría de pobres a la que no prestamos siempre la debida atención: los que no han recibido el don de la fe. Pío XII recordaba la importancia que tiene la limosna para la acción misionera de la Iglesia.
Progreso en la pobreza.
El año pasado, durante el Capítulo General, (1956) tuve ocasión de señalar a los superiores nuestras faltas a cerca de este punto, para que se tomasen las medidas convenientes, para que la pobreza fuera observada mejor en nuestra Orden. Sin embargo he querido exponer este tema a toda la Orden por esta Carta, para que cada uno tome conciencia de sus deficiencias y así cooperar a la renovación que tenemos necesidad.
Examinemos nuestra conducta y nuestros sentimientos, y veamos qué nos queda por hacer, los principales abusos que hemos dejado deslizarse en nuestra vida, las comodidades que nos tomamos, las pequeñas molestias que evitamos.
Sólo el pobre es libre para amar, decía S. Juan de la Cruz. Hemos dado un primer paso el día que constatemos que aún no tenemos esta libertad y que debemos trabajar resueltamente por adquirirla. Según vamos progresando, observamos que la pobreza no nos desprende más que para ordenarnos a Dios, para enriquecernos con sus dones y unirnos a El.
La pobreza nos desase para ordenarnos a Dios.
Hemos constatado que para S. Benito, la pobreza no es simplemente un carecer, sino que tiene como finalidad el poner al monje en relación con Dios.
Nos condiciona respecto a nuestra comunidad y a nuestro abad. Esta dependencia externa no es más que la expresión sensible en el plano humano, de nuestra dependencia intima respecto a Dios.
Su pobreza no es dimisión ante un hombre, sino homenaje a Dios. Por otra parte, rectificando su inclinación al dominio, la pobreza entendida como S. Benito y los primeros cistercienses debe igualmente conducir al monje al desapego de los bienes terrenos, por una renuncia efectiva. Y es que para saber despegarse en espíritu, es necesario saber despegarse en la práctica. “Por el mero hecho de poseer las cosas del mundo, dice Sto. Tomas, el alma es arrastrada a amarlas, pues Jesús dijo, donde esta tu tesoro, allí está tu corazón”.
El monje busca las ocasiones de renuncia, porque pone en Dios toda su esperanza de felicidad. ¿No es esta la actitud propia del contemplativo? ¿Cuál es el sentido de la vida del monje, la meta de su esperanza? ¿No es la búsqueda de Dios en sí mismo? ¿Cómo recibir un don tan grande, si se quiere encontrar la felicidad en los bienes de aquí abajo? Por eso el contemplativo siente la necesidad de despojarse de ellos. Se siente totalmente dependiente de Dios a quien se entrega. Quiere tener el corazón perfectamente libre, porque sabe que el amor con el que es amado es demasiado grande para contentarse con un corazón dividido.
A las disposiciones externas, une las internas, mortificando su curiosidad natural, guardándose de poner en primera fila sus actividades exteriores por nobles que sean. “El monje acepta, dice D. Leclerq, no desempeñar ningún papel visible, y esta humildad es una forma auténtica de la pobreza espiritual. Acepta no tener nada, no hacer nada grande. Este desprenderse de todo es el medio más seguro de morir a sí mismo.” Vuestra vida está escondida en Dios”
Busca a Dios, busca conocer a Dios, sabe que esta ciencia divina no está en su poder adquirirla, sino más bien el recibirla humildemente. Por esto cuando la gracia viene a fecundar sus esfuerzos, ofrece a Dios lo que comprende, y reconoce su pobreza en el acto mismo que lo enriquece.
No revindica sus virtudes, ni del pasado ni las del presente. Sabe que no son suyas. Conoce demasiado la profundidad de su indigencia y de su debilidad. Por esto no se extraña ni se irrita de su fragilidad, de las imperfecciones que todavía se mezclan frecuentemente con su amor. Aprovecha de ellas para confesar su pobreza, que es mejor título para alcanzar la misericordia de Dios.
Cuando está despojado hasta este punto, es cuando está realmente entregado a Dios, respondiendo a la invitación trasmitida por S. Pablo:”No busco vuestros bienes, sino a vosotros”. Así se hace capaz de recibir la única riqueza a la que aspira.
La pobreza nos enriquece y nos une a Dios.
Tal es la bondad de Dios que sus órdenes son en primer lugar beneficios. Reclama todo nuestro corazón, para llenarlo todo. Y si exige la ofrenda de nuestro ser, no es para aniquilarlo, sino para divinizarlo todo entero.
¿Cuáles son las riquezas que la pobreza nos da? La recompensa de la pobreza la encontramos ya aquí abajo, en primer lugar por el ahondamiento de la esperanza. Esta posesión anticipada del Cielo. El que no se reserva nada, ¿no tiene derecho a contar totalmente con Dios? Renunciar a los bienes propios, a sí mismo, es en cierto sentido vivir de esperanza. De aquí es por lo que S. Juan de la Cruz dice que “en el campo de los bienes creados, incluso de los espirituales, toda posesión es opuesta a la esperanza”. Y explica como esta virtud teologal, fundada sobre la desnudez, conduce a la unión con Dios.
Cuanto más un alma espera en Dios, tanto más recibe de él. Así pues su esperanza crece en proporción de su renunciamiento y cuanto más despojada esté de todo, tanto más goza perfectamente de la posesión de Dios y está unida a Dios.
El P. Mersch dice del desprendimiento: “Un amor que dándose, da todo lo demás y que no quiere ver ni apreciar nada sino por los ojos de Jesucristo.”
“La pobreza es una consagración, una entrega a Cristo, una elevación al plan divino, de lo que sin ella no sería más que el comportamiento de un animal razonable para con las cosas de que tiene necesidad.
Es también un acto de culto y de religión. Y no sólo por el voto que la sella, sino por su misma naturaleza. Es en sí mismo una oblación y un sacrificio, porque es la ofrenda total hecha a Cristo. O mejor es el sacrificio de Cristo despojado de todo en el Calvario, que se continua en su Cuerpo místico”.
Es un sacrificio, pero unido al sacrifico de Cristo y este es un paso de la muerte a la vida, por eso es también la entrada en la vida eterna. Así nuestra identificación con Cristo pobre, nos hace participar de la riqueza de Cristo crucificado. El desapego de nosotros mismos abre nuestro corazón al amor y la posesión de todo lo que es divino.
La pobreza cristiana no es un sofocamiento de la personalidad, un recorte de sus límites, sino al contrario su abolición, rompiendo el marco estrecho de la posesión egoísta, hace tomar conciencia del lugar que ocupa en el plan divino, en Jesucristo.
El monje que se consagra a Dios por el voto de pobreza, se sitúa y se siente elevado por la corriente que sube de la creación al Creador, según la visión de S. Pablo: “Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios.
Aceptar ser pobre como Jesús lo fue y en unión con El, ¿no es sencillamente consentir en todo con el amor paternal de Dios?
En la vida espiritual no es ninguna ilusión aspirar a las cumbres. Pero hay que añadir que la ilusión comienza cuando se pretende hacer aunque sea el menor progreso, sin pagar el precio correspondiente. No hay ninguna presunción pretender llegar a la intimidad con Dios, pero seria un error total el esperar llegar a ella por otro camino que el de una desnudez profundísima.
Ya se que hay prejuicios en bastantes monjes sobre este camino del desprendimiento absoluto. Se quiere salir más barato. Se habla de distinción entre las diferentes escuelas de espiritualidad, y se insinúa que la línea de la total pobreza espiritual es carmelitana más que benedictina o cisterciense. Sin embargo los que así piensan ¿están bien seguros de que el “nada” escrito cinco veces por S. Juan de la Cruz en el camino que sube a la montaña de la perfección traduce una exigencia más radical que el “nihil omnino” “nada absolutamente” de S. Benito? En todo caso, es cierto que los primeros cistercienses quisieron seguir sin mitigaciones el camino de la pobreza. Los testimonios que nos quedan de su vida y enseñanzas son elocuentes en este respecto y no sin razón Gilson ha creído poder construir toda la teología mística de S. de S. Bernardo a partir del “nihil habere propium” del capítulo 33 de la regla.
La contemplación que gozaron nuestros Padres del siglo XII fue el fruto de su desnudez. Y sin duda la insuficiencia de la nuestra es la que frecuentemente retiene a nuestras almas pegadas a la tierra y las impide elevarse hacia Dios. Y a la inversa, no es menos exacto decir que la profundidad del desprendimiento es la señal de éxito espiritual. Emile Male señala justamente: “para ser pobre como S. Bernardo, hacia falta su maravillosa riqueza interior”. Para los cistercienses actuales, que se preguntan el camino que deben seguir, está bien claro, no queda más que aceptarlo y perseverar en él seguros del resultado, cuya garantía es la experiencia de nuestros antepasados.
¡La experiencia! No es a la de cada uno hay que apelar, para constatar que cada vez que nos hemos separado de las cosas de la tierra, que nos hemos renunciado a nosotros mismos, ¿no hemos sentido crecer en nosotros esta hambre espiritual que al saciarla aumenta? Solo el alma que lo ha experimentado puede conocer la plenitud y la alegría del don de sí en la búsqueda del amor.
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