Cada edad, cada inteligencia debe ser tratada de una manera apropiada. 30,1.
Cierra el código penal un breve capítulo cuyo título no abarca todos los casos que en el capítulo se tienen en cuenta.
En efecto, además de los niños de tierna edad, se incluyen en él los adolescentes y aún los adultos de escasa inteligencia. En suma todos los miembros de la comunidad monástica incapaces de comprender todo el alcance de las penas de excomunión.
En los primeros siglos del monacato, no era infrecuente que las familias entregaran a sus hijos a muy temprana edad para su educación en el monasterio. Al estilo de los posteriores internados, los enviaban a ser educados en la abadía, donde vivían como los monjes.
El monasterio era una familia constituida de múltiples generaciones y Benito tiene disposiciones para todos los miembros de la comunidad.
En la tradición benedictina, la vida en el monasterio no era semejante a la de un cuartel o una cárcel, sino una familia espiritual.
En la época de Benito, el castigo corporal de los niños era cosa normal, como lo ha sido hasta bien entrado el siglo XX. La psicología social detecto la relación que hay entre la violencia en la sociedad y la violencia contra los niños.
Como en otras ocasiones podemos preguntarnos si tiene sentido entretenernos en la consideración de estos capítulos del código penal benedictino. A. Veilleux, comenta a propósito de estos capítulos, que un abad que aplicase lo que en ellos se prescribe, duraría poco en el cargo, porque terminaría pronto en la cárcel. Concretamente este capítulo, cuando ya no hay niños en los monasterios. ¿No podríamos pasarse por alto al leer la Regla?
La respuesta es negativa. La verdadera lección de este capítulo como de los precedentes, no es el castigo físico a los menores. El valor de este capítulo esta en recordarnos gráficamente que no todo método es igualmente efectivo con cualquiera. No hay dos personas exactamente iguales.
Para ayudar a los hermanos a llegar a la adultez espiritual se han de emplear todas las herramientas que tengamos a nuestro alcance: cariño, escucha, consejo, confrontación, oración para que Dios intervenga allí donde nuestros esfuerzos son inútiles.
Lo importante tanto de este como de los siete anteriores es que el castigo benedictino está siempre destinado a sanar, nunca a destruir, destinado a curar, no a aplastar.
A la luz de este capítulo podemos llegar a algunas reflexiones prácticas para nuestra vida ordinaria ante las pruebas y contradicciones que se pueden presentar.
Dios en su sabiduría admirable, que sólo a la luz de la eternidad podremos comprender, hará que nuestras quejas se conviertan en cánticos de alabanza y de acción de gracias.
Los superiores no tienen esta sabiduría de Dios, aunque tienen que esforzarse por imitarle, para que busquen ante todo el bien de las almas. Por esto, las penas o castigos los aplicarán según las necesidades de cada uno.
El arte de castigar las faltas es difícil y solo la caridad puede enseñarle. Y el arte de aceptar sobrenaturalmente algún castigo o reprensión por alguna falta, no es menos difícil. El espíritu de fe es el que nos puede orientar para ver en estos acontecimientos un remedio providencial que Dios nos ofrece en cada caso para nuestra santificación.
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