Hacer las paces antes de acabar el día con quien se haya tenido alguna discordia. (4,71)
Con estas pocas palabras, exige algo muy valioso y costoso a la naturaleza. La reconciliación mutua de todas las discordias. Reconciliación mutua, pronta y completa.
Debe ser mutua, lo cual quiere decir que tanto el que injuria como el injuriado están obligados a la reconciliación. Jesús no ha hecho distinción entre ambos cuando dijo: “si cuando va a poner tu ofrenda en el altar, recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja la ofrenda y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y luego vuelve a presentar tu ofrenda”.
Tampoco distingue S. Benito entre el ofensor y el ofendido. Ambos deben recurrir al remedio de la reconciliación. La paz es un bien común. Si nuestro hermano la ha perdido, debemos sufrir con él y procurar curarle.
Muy humano y natural es decir: Mi hermano es el que tiene que venir a mí, yo nada tengo contra él. Es él que me ha ofendido. Cierto que la prioridad de pedir perdón están en el ofensor. Pero si bajo este lenguaje se quiere negar el acto de caridad que supone en el ofendido, tratar de recobrar la paz, indica que en nuestro interior estamos ofendidos. Si tenemos caridad, debemos sufrir por el estado de obstinación del hermano, y si en realidad no tenemos nada contra él y le amaos, vallamos hacia él y habremos ganada a ese hermano extraviado. Así lo afirma Mateo: “Has ganado a tu hermano”.
Terribles son los estragos causados por las discordias entre los hermanos. Y el tiempo envenena las llagas. La paz interior, la fuerza, la confianza y en fin todas las virtudes se debilitan, la oración se hace costosa y no puede ser agradable a Dios. La ofrenda no es aceptada. Por eso S Benito manda recitar en voz alta, dos veces al día el Padrenuestro, para recordarnos la obligación de reconciliarnos de los pequeños roces que suelen darse en una vida de comunidad.
S. Pablo dice que no dejemos que se ponga el sol sobre nuestra discordia. No esperar hasta la mañana siguiente para reconciliarse, para no presentarnos en la oración y Eucaristía en tan triste estado, del corazón lacerado. La plena reconciliación nos procura la paz plena y verdadera. Esa paz que establece a los hermanos en una unión perfecta, sin dejar ninguna nube, ningún resentimiento, ningún recuerdo penoso. En una palabra la paz de Dios, la paz que es morada de Dios.
Si la reconciliación no es meramente superficial, tiene que restablecerse la unidad perfecta, si no de sentimiento, al menos de voluntad. “Que sean uno Padre mío, como tú y yo somos uno”. Cuando todos quieren lo que Dios quiere, no hay más que un solo corazón y se establecerán en la paz de Dios que está por encima de todos los sentidos.
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