216.-Ser enemigo de disputas. (4,66)

publicado en: Capítulo IVb | 0

En la traducción de Iñaki dice no ser pendenciero. Los términos  son distintitos, pero es el mismo contenido.
La disputa viene de la discordia, los lenguajes son opuestos porque los corazones están divididos. Si persiste la división de los corazones, persiste la discusión. Así se ve a los hermanos abrazar, no ya opiniones políticas o científicas, lo que a veces sucede, pero quizás si partidos monásticos no menos escandalosos. Unos pueden estar de  la parte del abad, los otros por el Prior. Unos quieren una reforma administrativa, los otros no la quieren, unos interpretan  los Usos y Ceremonias de una manera, otros de otra. Una sana confrontación de ideas es bueno y hasta necesario en algunos casos, pero cuando se encona la división puede ser la ruina de una comunidad.
Una comunidad  que está unida en una sola voluntad, que ha discutido diversos puntos de vista y se ha llegado a una concordia es como un río que se forma de arroyos.  Ese río, como en el salmo, regocija la ciudad de Dios, Dios está en medio de ella y nada tiene que temer. Pero  si hay división formando diversos partidos, ya no estarán unidos en el nombre del Señor Jesús, y no tendrá el Señor sus complacencias en medio de esa comunidad. No gustarán las dulzuras de la vida cenobítica
Que cosa más lastimosa que una persona que después de haber renunciado  a los intereses del mundo, forma en la soledad intereses y  partidos más mezquinos que los del mundo. Debemos de tener el propósito de no tener más partido que Jesucristo.
La disputa es una discordia momentánea que estalla en una discusión desordenada. Por latinos tenemos que tener particular cuidado porque fácilmente explotamos, aunque muchas veces sea nada más que en las formas externas  La discusión seria y tranquila  sobre  cuestiones de estudio, administración, observancia, es buena y a veces necesaria. La disputa ardiente y envenenada es un naufragio momentáneo de las virtudes fundamentales de la vida religiosa. Y puede ser un principio de división, pues con frecuencia deja los corazones con una profunda llaga difícil de  curar.
Puede tener  consecuencias más funestas, porque en el calor de la disputa se puede salir de todo límite y no se sabe guardar la debida  medida.
Así como es vergonzoso que un monje se porte de este modo, así también es fácil caer en esto, si no tenemos cuidado en precaver las ocasiones, o por lo menos de detener el mal en su principio.
La misma vida de austeridad puede ser también causa de que en algunos momentos los nervios están un poco más tensos y sea más difícil de contener. Los motivos sobrenaturales, no son  en esos momentos lo suficiente vivos, para que nos ayuden a dominarnos.
Velemos  atentamente, si queremos conservar la caridad, y preservarla de estos  choques que siempre son más o menos perjudiciales.
En la vida secular, se considera una grosería dar  un metís a otro. Cuanto más debemos ser ejemplares en esto los religiosos que vivimos de la fe y la caridad.
S. Basilio priva de la bendición a quien mantiene se opinión obstinadamente. S. Columbano castiga con cincuenta azotes al que da un mentís a su hermano. Todo lo que permite  al que oye una cosa inexacta, es que pregunte a su hermano, si sus recuerdos son fieles. Y este ha de responder: “Sin duda yo me  equivoco, vos habéis recordado mejor que yo”. Este, dice el santo, es el lenguaje de los hijos de Dios. Y añade, el que se excusa no es un hijo espiritual de Dios sino un hijo carnal de Adán. Si persiste en su orgullo, le será prohibida la entrada en la iglesia y hará penitencia en su celda.
Si este lenguaje de los santos nos parece duro es porque no tenemos  como ellos el espíritu del Evangelio. La humildad, la caridad, la dulzura de la vida monástica se alimenta de estas ligeras atenciones.
Si bajo el pretexto de proceder de un modo más rotundo con el hermano olvidamos estas delicadezas de respeto mutuo y de la humilde caridad, no tardaremos en advertir un empobrecimiento general del espíritu religioso.
(Apotema de los Padres de dos monjes que aunque lo intentaron, no supieron  discutir. Y el cuento de Nemesio y Sebastiana que publicó El Mensajero  en 1946.)

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