En estos últimos instrumentos, S. Benito insiste en la práctica de la caridad fraterna.
Son cinco preceptos o instrumentos negativos y cuatro positivos que presenta para ejercitarnos en los diversos aspectos del amor fraterno.
Hoy nos ocupamos del primero de los negativos: “No odiar a nadie”. Sus raíces profunda están en el Lev. 19,17; Deut. 23,8 y además de numerosos lugares del evangelio, en la Didaché 2,7.
Odiar a alguien es desearle su mal, alegrarse del mal que le sobreviene, no porque así a uno mismo le venga algún bien, sino únicamente porque el hermano encuentra en esa situación o circunstancia un mal.
Es el vicio que podemos llamar infernal o demoníaco. El demonio desea el mal de Dios, es decir el pecado, no porque consiga alguna ventaja, sino que con él se ofende a Dios. Se regocija de la pérdida de las almas, y hace todo cuanto puede para perderlas, sin que en esto medie otro deseo que el de satisfacer su oído Dios y a las almas. Procura la ofensa a Dios y la desgracia de los hombres.
El vicio del odio, hace que el que se deja llevar de él se parezca al demonio. Dios es caridad y por la caridad nos parecemos a Dios. El demonio es el odio y cualquier que tenga el odio en su corazón, se hace un demonio.
S. Basilio dice: “Así como el que tiene la caridad mora en Dios y Díos mora en el, así el que tiene el odio en el corazón, mora en el demonio y el demonio mora en él”.
De aquí los terribles efectos del odio. Dios quiera preservarnos siempre de este vicio. Vicio que puede existir en los monasterios. Puede encontrarse en la casa de Dios y con frecuencia se ha dicho que los odios más terribles son los de las personas consagradas a Dios. Aquí también se cumple aquello que “Corruptio optimi, pésima” Del mejor vino sale el peor vinagre.
Una antipatía que en un principio es mal combatida en sus principios, agriada luego por las contrariedades mal aceptadas, por las persecuciones verdaderas o imaginarias, puede convertirse en terrible odio.
Hay personas religiosas, exteriormente ejemplares, que no pueden oír pronunciar tal o cual nombre, sin manifestar animosidad, y sin que se alegren del mal del hermano, o sientan tristeza del bien que le sucede. Y lo más triste es que con frecuencia no se da importancia a estos sentimientos, y en este estado se reciben los sacramentos. Y así se pretende hacer progresos en la perfección.
No hay progreso posible, no hay vida espiritual alguna, `para el que alimenta en su corazón voluntariamente una antipatía mas o menos odiosa contra el prójimo.
Y este odio al prójimo existe si nos alegramos del mal o nos entristecemos del bien que le sucede.
Solo hay un odio permitido. Nuestro P. S. Benito lo permite, más, manda: “Odiar la propia voluntad”. No es en realidad a la propia voluntad lo que debemos odiar, sino a los perversos deseos que puedan aflorar, es decir el pecado en cualquiera de sus manifestaciones.
Por gran pecador que sea nuestro hermano, tenemos que amarle, desear su bien, orar por él, ayudarle a convertirse. Lo que tenemos que aborrecer en donde quiera que se encuentre es el acto o estado de pecado.
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