99.-Somos propiedad de Dios.

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El primer instrumento, ante todo amar al Señor Dios.(4,1)

Ayer comentaba, al filo de este instrumento cómo todo, lo material y lo espiritual, la vocación, son un don amoroso de Dios que está  reclamando nuestro amor.
Podemos dar un paso más. Querámoslo o no, somos propiedad de Dios. Todo lo que tenemos le pertenece, porque de El lo hemos recibido y por tanto todo lo tenemos que emplear en los intereses de su gloria, y somos suyos con más razón que un cuadro pertenece al pintor que lo ha pintado.
No solamente es de Dios el fruto de nuestro trabajo, sino que nosotros mismos somos su propiedad. ¡Cosa sabida! Podemos exclamar.  Pero ¿siempre actuamos con  lógica?
El hombre es ante todo un corazón capaz de amar  y con necesidad de amar, y una voluntad libre. No basta reconocer especulativamente su soberano dominio sobre nosotros. Es necesario que espontáneamente  estemos disponibles a su voluntad. Los demonios reconocen mejor que nosotros el soberano dominio de Dios,  pero  no quieren someterse ni pertenecerle.
Nosotros reconocemos su dominio cuando le adoramos, le alabamos y le bendecimos, cuando ponemos en El toda nuestra complacencia, cuando por su amor, le sometemos todas las potencias de nuestro cuerpo y de nuestra alma.
Esto es lo que reconocemos cuando decimos: “Dios mío, yo quiero ser todo tuyo”. O “Haced que yo sea todo tuyo”.
Dios al crearnos lógicamente ha pretendido un fin. Y no puede haberse propuesto otro fin que a sí mismo. Universa propter semetipsum operatus es Dominus.
Nos ha creado para procurar su gloria  y participar de su felicidad. En otras palabras, para ser amado por nosotros, ya que es nuestro amor el que puede glorificarle y a la vez hacernos dichosos.
Hemos sido hechos para amar a Dios, y  para esto nos ha concedido todas nuestras facultades. Hemos recibido la inteligencia para conocer a Dios y amarle. Nuestra voluntad para unirnos a El por el amor. Todas nuestras potencias para ejercitar nuestro amor hacia El.
Todo lo que ha puesto en torno nuestro es o consolación para sostener nuestro amor, u obstáculos que vencer para fortificar nuestro amor, o auxilio providencial para ayudarnos a amarle.
El Cielo,   que es la recompensa del amor, no es otra cosa que el ejercicio del amor puro.
El amor de Dios que es nuestro primer fin, es a la vez nuestro primer deber y el gran manantial de nuestra felicidad. Así como Dios es nuestro fin, así también es nuestro centro.
Nuestras facultades, hechas para amarle, no encontrarán su plena satisfacción  si no es entregándose a su amor.
¿Por qué ha de haber tantas gentes en la tierra amargadas, cuando todos están llamados a ser felices amando? ¿Por qué incluso en la vida religiosa se encuentran almas verdaderamente doloridas, amargadas, cuando pudieran gozar, incluso dentro de las pruebas, de las delicias del amor de Dios? Sobreabundo de gozo en mis tribulaciones, dice Pablo, lo han dicho tantos otros en medio de sus pruebas, como un S. Juan de la Cruz, encerrado en la cárcel y a la vez escribiendo el Cántico Espiritual.
¿Por qué con frecuencia tanta amargura? ¿No será porque este instrumento,  en la práctica quede un tanto olvidado?

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